lunes, 27 de mayo de 2013

Michel Foucault La ética del cuidado de uno mismo como práctica de la libertad





Entrevista con Michel Foucault realizada por Raúl Fornet-Betancourt, Helmut Becker y Alfredo Gómez-Muller el 20 de enero de 1984. Publicada en la Revista Concordia 6 (1984) 96-116.

Concordia: Ante todo, nos gustaría saber cuál es el objeto de su reflexión en la actualidad. Hemos seguido el desarrollo de sus últimos análisis y, concretamente, su curso en el Colegio de Francia del año 1982 sobre la hermenéutica del sujeto y nos gustaría saber si su preocupación filosófica actual sigue estando determinado por el eje subjetividad-verdad.

Foucault: En realidad ese fue siempre mi problema, incluso si he formulado de un modo un poco distinto el marco de esta reflexión. Siempre he pretendido saber cómo el sujeto humano entraba en los juegos de verdad, y ello tanto si se trataba de juegos de verdad que adoptan la forma de una ciencia, o que adoptan un modelo científico, como si se trataba de aquellos otros que se pueden encontrar en instituciones o en prácticas de control. Ese es el objeto de mi trabajo en Las palabras y las cosas, en donde he intentado ver cómo en los discursos científicos el sujeto humano va a ser definido como individuo que habla, que vive y que trabaja. En los cursos del Colegio de Francia he puesto de relieve esta problemática en su generalidad.

Concordia: ¿No se ha producido un "salto" entre su problematización anterior y la de la subjectividad/verdad, concretamente a partir del concepto de "cuidado de uno mismo"?

Foucault: El problema de las relaciones existentes entre el sujeto y los juegos de verdad yo lo había enfocado hasta entonces bien a partir de prácticas coercitivas – tales como la psiquiatría y el sistema penitenciario –, bien bajo la forma de juegos teóricos o científicos – tales como el análisis de las riquezas, del lenguaje o del ser viviente –. Ahora bien, en mis cursos en el Colegio de Francia he intentado captar este problema a través de lo que podría denominarse una práctica de sí mismo que es, a mi juicio, un fenómeno bastante importante en nuestras sociedades desde la época greco-romana – pese a que no haya sido estudiado –. Estas prácticas de sí mismo han tenido en la civilización griega y romana una importancia, y sobre todo una autonomía, mucho mayores de lo que tuvieron posteriormente cuando se vieron asumidas, en parte, por instituciones religiosas, pedagógicas, de tipo médico y psiquiátrico.

Concordia: Se ha producido por tanto en la actualidad una especie de desplazamiento: estos juegos de verdad ya no tienen tanto que ver con una práctica coercitiva, cuanto con una práctica de auto-formación del sujeto.

Foucault: Así es. Estamos ante lo que se podría denominar una práctica ascética, confiriendo al ascetismo un sentido muy general, es decir, no tanto el sentido de una moral de renuncia, cuanto el ejercicio de uno sobre sí mismo mediante el cual se intenta elaborar, transformar, y acceder, a un cierto modo de ser. Entiendo pues el ascetismo en un sentido más general que el que le ha conferido, por ejemplo, Max Weber, pero, pese a todo, mi análisis va en cierto modo en la misma línea de Weber.

Concordia: Se trata de un trabajo de uno sobre si mismo que puede ser comprendido como una determinada liberación, como un proceso de liberación.

Foucault: Tendríamos que ser en lo que se refiere a esto un poco más prudentes. Siempre he desconfiado un tanto del tema general de la liberación, en la medida en que, si no lo tratamos con algunas precauciones y en el interior de determinados límites, se corre el riesgo de recurrir a la idea de que existe una naturaleza o un fondo humano que se ha visto enmascarado, alienado o aprisionado en y por mecanismos de represión como consecuencia de un determinado número de procesos históricos, económicos y sociales. Si se acepta esta hipótesis, bastaría con hacer saltar estos cerrojos represivos para que el hombre se reconciliase consigo mismo, para que se reencontrase con su naturaleza o retomase el contacto con su origen y restaurase una relación plena y positiva consigo mismo. Me parece que este es un planteamiento que no puede ser admitido así, sin mas, sin ser previamente sometido a examen. Con esto no quiero decir que la liberación, o mejor, determinadas formas de liberación, no existan: cuando un pueblo colonizado intenta liberarse de su colonizador, estamos ante una práctica de liberación en sentido estricto. Pero sabemos muy bien que, también en este caso concreto, esta práctica de liberación no basta para definir las prácticas de libertad que serán a continuación necesarias para que este pueblo, esta sociedad y estos individuos, puedan definir formas válidas y aceptables de existencia o formas mas válidas y aceptables en lo que se refiere a la sociedad política. Por esto insisto más en las prácticas de libertad que en los procesos de liberación que, hay que decirlo una vez más, tienen su espacio, pero que no pueden por sí solos, a mi juicio, definir todas las formas prácticas de libertad. Nos encontramos ante un problema que me he planteado precisamente en relación con la sexualidad: ¿tiene sentido decir liberemos nuestra sexualidad? El problema ¿no consiste más bien en intentar definir las prácticas de libertad a través de las cuales se podría definir lo que es el placer sexual, las relaciones eróticas, amorosas y pasionales con los otros? Este problema ético de la definición de las prácticas de libertad me parece que es mucho más importante que la afirmación, un tanto manida, de que es necesario liberar la sexualidad o el deseo.

Concordia: ¿El ejercicio de las prácticas de libertad no exige un cierto grado de liberación?

Foucault: Sí, por supuesto. Por eso hay que introducir la noción de dominación. Los análisis que intento hacer se centran fundamentalmente en las relaciones de poder. Y entiendo por relaciones de poder algo distinto de los estados de dominación. Las relaciones de poder tienen una extensión extraordinariamente grande en las relaciones humanas. Ahora bien, esto no quiere decir que el poder político esté en todas partes, sino que en las relaciones humanas se imbrica todo un haz de relaciones de poder que pueden ejercerse entre individuos, en el interior de una familia, en una relación pedagógica, en el cuerpo político, etc. Este análisis de las relaciones de poder constituye un campo extraordinariamente complejo. Dicho análisis se encuentra a veces con lo que podemos denominar hechos o estado de dominación en los que las relaciones de poder en lugar de ser inestables y permitir a los diferentes participantes una estrategia que las modifique, se encuentran bloqueadas y fijadas. Cuando un individuo o un grupo social consigue bloquear un campo de relaciones de poder haciendo de estas relaciones algo inmóvil y fijo, e impidiendo la mínima reversibilidad de movimientos – mediante instrumentos que pueden ser tanto económicos como políticos o militares –, nos encontramos ante lo que podemos denominar un estrado de dominación. Es cierto que en una situación de este tipo las prácticas de libertad no existen o existen sólo unilateralmente, o se ven recortadas y limitadas extraordinariamente. Estoy de acuerdo con usted en que la liberación es en ocasiones la condición política o histórica para que puedan existir prácticas de libertad. Si consideramos, por ejemplo, la sexualidad, es cierto que han sido necesarias una serie de liberaciones en relación con el poder del macho, que ha sido preciso liberarse de una moral opresiva que concierne tanto a la heterosexualidad como a la homosexualidad: pero esta liberación no permite que surja una sexualidad plena y feliz en la que el sujeto habría alcanzado al fin una relación completa y satisfactoria. La liberación abre un campo a nuevas relaciones de poder que hay que controlar mediante prácticas de libertad.

Concordia: ¿No podría la liberación en sí misma ser un modo o una forma de práctica de la libertad?

Foucault: Sí, así es en un determinado número de casos. Existen casos en los que en efecto la liberación y la lucha de liberación son indispensables para la práctica de la libertad. En lo que se refiere a la sexualidad, por ejemplo – y lo digo sin ánimo de polemizar, ya que no me gustan las polémicas –, creo que en la mayor parte de los casos son infecundas. Existe un esquema reichiano, derivado de una cierta forma de leer a Freud, que supone que el problema es un problema únicamente de liberación. Para decirlo un tanto esquemáticamente, existiría el deseo, la pulsión, la prohibición, la represión, la interiorización, y el problema se resolvería haciendo saltar todas estas prohibiciones, es decir, liberándose. En este planteamiento – y soy consciente de que caricaturizo posiciones más interesantes y matizadas de numerosos autores – está totalmente ausente el problema ético de la práctica de la libertad: ¿Cómo se puede practicar la libertad? En lo que se refiere a la sexualidad es evidente que es únicamente a partir de la liberación del propio deseo como uno sabrá conducirse éticamente en las relaciones de placer con los otros.

Concordia: Usted dice que es necesario practicar la libertad éticamente.

Foucault: Sí, porque en realidad ¿qué es la ética sino la práctica de la libertad, la práctica reflexiva de la libertad?

Concordia: ¿Quiere esto decir que usted entiende la libertad como una realidad ética en sí misma?

Foucault: La libertad es la condición ontológica de la ética; pero la ética es la forma reflexiva que adopta la libertad.

Concordia: ¿Es la ética aquello que se lleva a cabo en la búsqueda o en el cuidado de uno mismo?

Foucault: El cuidado de uno mismo ha sido, en el mundo greco-romano, el modo mediante el cual la libertad individual – o la libertad cívica hasta un cierto punto – ha sido pensada como ética. Si usted consulta toda una serie de textos que van desde los primeros diálogos platónicos hasta los grandes textos del estoicismo tardío – Epicteto, Marco Aurelio, etc. – podrá comprobar que este tema del cuidado de uno mismo ha atravesado realmente toda la reflexión moral. Es interesante ver cómo en nuestras sociedades, por el contrario, el cuidado de uno mismo se ha convertido, a partir de un cierto momento – y es muy difícil saber exactamente desde cuándo – en algo un tanto sospechoso. Ocuparse de uno mismo ha sido, a partir de un determinado momento, denunciado casi espontáneamente como una forma de egoísmo o de interés individual en contradicción con el interés que es necesario prestar a los otros o con el necesario sacrificio de uno mismo. Esto ha tenido lugar durante el cristianismo, pero no me atrevería a afirmar que se deba pura y simplemente al cristianismo. La cuestión es mucho más compleja porque en el cristianismo procurar la salvación es también una manera de cuidar de uno mismo. Pero la salvación se efectúa en cristianismo a través de la renuncia a uno mismo. Se produce así una paradoja del cuidado de sí en el cristianismo, pero éste es otro problema. Para volver a la cuestión que usted planteaba, creo que entre los griegos y los romanos – sobre todo entre los griegos –, para conducirse bien, para practicar la libertad como era debido, era necesario ocuparse de sí, cuidar de sí, a la vez para conocerse – y éste es el aspecto más conocido delgnothi seauton – y para formarse, para superarse a sí mismo, para controlar los apetitos que podrían dominarnos. La libertad individual era para los griegos algo muy importante – contrariamente a lo que comúnmente se dice, inspirándose más o menos en Hegel, de que la libertad del individuo carecía de importancia ante la hermosa totalidad de la ciudad –: no ser esclavo (de otra ciudad, de los que os rodean, de los que os gobiernan, de vuestras propias pasiones) era un tema absolutamente fundamental. La preocupación por la libertad ha sido un problema esencial, permanente, durante los ocho magnos siglos de la cultura clásica. Existió entonces toda una ética que ha girado en torno al cuidado de sí y que proporciona a la ética clásica su forma tan particular. No pretendo afirmar con esto que la ética sea el cuidado de sí, sino que, en la Antigüedad, la ética, en tanto que práctica reflexiva de la libertad, ha girado en torno a este imperativo fundamental: "cuida de ti mismo".

Concordia: Imperativo que implica la asimilación de los logoi, de las verdades.

Foucault: Sin duda, uno no puede cuidar de sí sin conocer. El cuidado de sí es el conocimiento de sí – en un sentido socrático-platónico –, pero es también el conocimiento de un cierto número de reglas de conducta o de principios que son a la vez verdades y prescripciones. El cuidado de sí supone hacer acopio de estas verdades: y es así como se ven ligadas la ética y el juego de la verdad.

Concordia: Usted afirma que se trata de hacer de esta verdad aprendida, memorizada y progresivamente aplicada un semi-sujeto que reine soberanamente en el interior de cada uno. ¿Qué estatuto tendría este semi-sujeto?

Foucault: En la corriente platónica, al menos según el final del Alcibíades, el problema para el sujeto, para el alma individual, es volverse hacia sí mismo para reconocerse en lo que es, y reconociéndose en lo que es, recordar las verdades que le son similares y que ha podido contemplar. En cambio, en la corriente que se puede denominar, globalmente, estoica, el problema consiste más bien en aprender, en servirse de la enseñanza de un determinado número de verdades, de doctrinas, entre las cuales unas son los principios fundamentales y las otras reglas de conducta. Se trata de operar de tal modo que estos principios os digan en cada situación y en cierto modo espontáneamente, cómo tenéis que comportaros. Encontramos aquí una metáfora que no proviene de los estoicos sino de Plutarco, que dice: Es necesario que hayáis aprendido los principios de una forma tan constante que, cuando vuestros deseos, vuestros apetitos, vuestros miedos se despierten como perros que ladran, el Logos hable en vosotros como la voz del amo que con un solo grito sabe acallar a los perros. Es ésta la idea de un Logos que en cierto modo podrá funcionar sin que vosotros tengáis que hacer nada: vosotros os habréis convertido en el Logos o el Logos se habrá convertido en vosotros mismos.
Concordia: Podríamos volver a la cuestión de las relaciones entre la libertad y la ética. Cuando usted afirma que la ética es la parte reflexiva de la libertad ¿quiere decir que la libertad puede cobrar conciencia de sí misma como práctica ética? ¿Es en su conjunto y siempre una libertad por decirlo así moralizada, o es necesario un trabajo sobre sí mismo para descubrir esta dimensión ética de la libertad?

Foucault: Los griegos, en efecto, problematizaban su libertad, la libertad del individuo, para convertirla en un problema ético. Pero la ética en el sentido en que podían entenderla los griegos, el ethos, era la manera de ser y de conducirse. Era un cierto modo de ser del sujeto y una determinada manera de comportarse que resultaba perceptible a los demás. El ethos de alguien se expresaba a través de su forma de vestir, de su aspecto, de su forma de andar, a través de la calma con la que se enfrentaba a cualquier suceso, etc. En esto consistía para ellos la forma concreta de la libertad: es así como problematizaban su libertad. El que tiene un ethos noble, un ethos que puede ser admirado y citado como ejemplo, es alguien que practica la libertad de una cierta manera. No creo que sea necesaria una conversión para que la libertad sea pensada como ethos, sino que la libertad es directamente problematizada como ethos. Pero para que esta práctica de la libertad adopte la forma de un ethos que sea bueno, bello, honorable, estimable, memorable, y que pueda servir de ejemplo, es necesario todo un trabajo de uno sobre sí mismo.

Concordia: Y ¿es en este punto en donde usted sitúa el análisis del poder?

Foucault: Me parece que en la medida en que la libertad significa, para los griegos, la no-esclavitud – lo que constituye sin duda una definición de la libertad bastante alejada de la nuestra –, el problema es un problema totalmente político. Es político en la medida en que la no-esclavitud es a los ojos de los demás una condición: un esclavo no tiene ética. La libertad es pues en sí misma política. Y además, es también un modelo político en la medida en que ser libre significa no ser esclavo de sí mismo ni de los propios apetitos, lo que implica que uno establece en relación consigo mismo una cierta relación de dominio, de señorío, que se llamaba arché, poder, mando.

Concordia: El cuidado de sí es, como usted ha dicho, el cuidado de los otros, en cierto modo. En este sentido es siempre ético, es ético en sí mismo.

Foucault: Para los griegos no es ético porque implique el cuidado de los otros. El cuidado de sí es ético en sí mismo: pero implica relaciones complejas con los otros, en la medida en que este ethos de la libertad es también una manera de ocuparse de los otros. Y es por ello por lo que es importante para un hombre libre, que se conduce como tal, saber gobernar a su mujer, a sus hijos, su casa. Nos encontramos así también con el arte de gobernar. El ethos implica también una relación para con los otros, en la medida en que el cuidado de sí convierte a quien lo posee en alguien capaz de ocupar en la ciudad, en la comunidad, o en las relaciones interindividuales, el lugar que conviene – ya sea para ejercer una magistratura o para establecer relaciones de amistad –. Y, además, el cuidado de sí implica también una relación al otro en la medida en que, para ocuparse bien de sí, es preciso escuchar las lecciones de un maestro. Uno tiene necesidad de un guía, de un consejero, de un amigo, de alguien que nos diga la verdad. De este modo el problema de las relaciones con los demás está presente a lo largo de todo este desarrollo del cuidado de sí.

Concordia: El cuidado de sí tiene siempre como objetivo el bien de los otros: tiende a gestionar bien el espacio de poder que está presente en toda relación, es decir, gestionarlo en el sentido de la no-dominación. ¿Cuál puede ser, en este contexto, el papel del filósofo, de aquel que se ocupa del cuidado de los otros?

Foucault: Partamos como ejemplo de Sócrates: es él quien interpela a la gente de la calle, o a los jóvenes del gymnasio, diciéndoles: ¿Te ocupas de ti mismo? Los dioses le han encargado hacerlo, es su misión, misión que no abandonará nunca, ni siquiera en el momento en que es amenazado de muerte. Y es sin duda el hombre que se preocupa del cuidado de los otros quien adopta la posición particular del filósofo. Pero en el caso, digamos simplemente, del hombre libre, me parece que el postulado de toda esta moral era que aquel que cuidaba de sí mismo como era debido se encontraba por este mismo hecho en posición de conducirse como es debido en relación a los otros y para los otros. Una ciudad en la que todo el mundo cuidase de sí mismo como es debido sería una ciudad que funcionaría bien y que encontraría así el principio de su perpetuación. Pero no creo que pueda decirse que el hombre griego que cuida de sí deba en primer lugar cuidar de los otros. Este tema no intervendrá, me parece, hasta más tarde. No se trata de hacer pasar el cuidado de los otros a un primer plano anteponiéndolo al cuidado de sí; el cuidado de sí es éticamente lo primero, en la medida en que la relación a uno mismo es ontológicamente la primera.

Concordia: ¿Este cuidado de sí, que posee un sentido ético positivo, podría ser comprendido como una especie de conversión del poder?

Foucault: Una conversión, si. Es en efecto una manera de controlarlo y delimitarlo, ya que, si bien es cierto que la esclavitud es el gran riesgo al que se opone la libertad griega, existe también otro peligro, que se manifiesta a primera vista como lo inverso de la esclavitud: el abuso de poder. El abuso de poder uno desborda lo que es el ejercicio legítimo de su poder e impone a los otros su fantasía, sus apetitos, sus deseos. Nos encontramos aquí con la imagen del tirano o simplemente del hombre poderoso y rico, que se aprovecha de esta pujanza y de su riqueza para abusar de los otros, para imponerles un poder indebido. Pero uno se da cuenta – en todo caso es lo que afirman los filósofos griegos – de que este hombre es en realidad esclavo de sus apetitos. Y el buen soberano es aquel precisamente que ejerce el poder como es debido, es decir, ejerciendo al mismo tiempo su poder sobre sí mismo. Y es justamente el poder sobre sí mismo el que va a regular el poder sobre los otros.

Concordia: El cuidado de sí, desgajado del cuidado de los otros ¿no corre el riesgo de absolutizarse? ¿Esta absolutización del cuidado de sí no podría convertirse en una forma de poder sobre los otros, en el sentido de la dominación del otro?

Foucault: No, porque el peligro de dominar a los otros y de ejercer sobre ellos un poder tiránico no viene precisamente más que del hecho de que uno cuida de sí y por tanto se ha convertido en esclavo de sus deseos. Pero si uno se ocupa de sí como es debido, es decir, si uno sabe ontológicamente quién es, si uno es consciente de lo que es capaz, si uno conoce lo que significa ser ciudadano de una ciudad, ser señor de su casa en un oikos, si sabe qué cosas debe temer y aquellas a los que no debe temer, si sabe qué es lo que debe esperar y cuáles son las cosas, por el contrario, que deben de serle completamente indiferentes, si sabe, en fin, que no debe temer a la muerte, pues bien, si sabe todo esto, no puede abusar de su poder en relación con los demás. No existe por tanto peligro.

La idea, tal como usted la formula, aparecerá mucho más tarde, cuando el amor de sí mismo se convierta en algo sospechoso y sea percibido como una de las posibles raíces de las diferentes faltas morales. En este nuevo contexto, el cuidado de si tendrá como forma primera la renuncia de uno a sí mismo. Se encuentra esta idea de forma bastante clara en el Tratado de la virginidad de Gregorio de Nisa, en donde figura la noción de cuidado de sí, la epimeleia heautou, definida esencialmente como renuncia a todos los lazos terrenales, como renuncia a todo lo que pueda ser amor de sí, apego a este mundo. Pero yo creo que en el pensamiento gringo y romano el cuidado de sí no puede tender a este amor exagerado de sí que llevaría a abandonar a los otros o, lo que es peor, a abusar del poder que se pueda tener sobre ellos.

Concordia: ¿Se trata entonces de un cuidado de uno mismo que, pensando en sí, piensa en el otro?

Foucault: Sí, efectivamente. El que cuida de sí hasta el punto de saber exactamente cuáles son sus deberes como señor de la casa, como esposo o como padre será también capaz de mantener con su mujer y sus hijos la relación debida.

Concordia: Pero, ¿no juega la condición humana, en el sentido de finitud, un papal muy importante? Usted se ha referido a la muerte: ¿cuando no se tiene miedo a la muerte, no se puede abusar del poder que se tiene sobre los otros? El problema de la finitud me parece muy importante: el miedo a la muerte, a la finitud, a ser herido, está en el corazón mismo del cuidado de sí.

Foucault: Sin duda. Y por eso el cristianismo, al introducir la salvación como salvación en el más allá, va en cierta medida a desequilibrar o, en todo caso, a trastocar completamente, toda esta temática del cuidado de uno mismo pese a que, y lo repito una vez más, buscar la salvación significa también cuidar de uno mismo. Pero en el cristianismo la condición para lograr la salvación va a ser precisamente la renuncia. Por el contrario, en el caso de los griegos y de los romanos, dado que uno se preocupa de sí en su propia vida, y puesto que la reputación que uno deje en este mundo es el único mas allá del que puede ocuparse, el cuidado de sí puede entonces estar por completo centrado en sí mismo, en lo que uno hace, en el puesto que ocupa entre los otros; podrá estar totalmente centrado en la aceptación de la muerte – lo que será muy evidente en el estoicismo tardío –, preocupación que incluso, hasta cierto punto, podrá convertirse casi en un deseo de muerte. Al mismo tiempo, esta preocupación, si bien no equivale a un cuidado de los otros, sí equivale al menos a una preocupación acerca de lo que será beneficioso para ellos. Es interesante comprobar, en el caso de Séneca por ejemplo, la importancia que adquiere esté tema: apresurémonos a envejecer, apresurémonos a ir hacia el final, ya que nos permitirá encontrarnos con nosotros mismos. Esta especie de momento anterior a la muerte, en el que ya no puede suceder nada, es diferente del deseo de muerte que encontraremos entre los cristianos, quienes esperan de la muerte la salvación. En Séneca es más bien como un movimiento para precipitar la existencia de forma que ante uno ya no quede más que la posibilidad de la muerte.

Concordia: Le propongo ahora pasar a otro tema. En los cursos del Colegio de Francia usted ha hablado de las relaciones entre poder y saber: ahora habla de las relaciones entre sujeto y verdad. ¿Existe una complementariedad entre estos dos pares de nociones, poder/saber y sujeto/verdad?

Foucault: El problema que siempre me ha interesado, como he señalado al principio, es el problema de las relaciones existentes entre sujeto y verdad: ¿Cómo entra el sujeto a formar parte de una determinada interpretación, representación, de verdad? La primera cuestión que me he planteado ha sido: ¿Cómo ha sido posible, por ejemplo, que la locura haya sido problematizada, a partir de un momento preciso y tras toda una serie de procesos, en tanto que enfermedad, respondiendo a un tipo determinado de medicina? ¿Qué lugar se le ha asignado al sujeto loco en este juego de verdad definido por un saber o un modelo médico? Al realizar este análisis me di cuenta de que, contrariamente a lo que constituía una costumbre en este momento – en los comienzos de los años 60 –, no era simplemente recurriendo a la ideología como se podía dar cuenta de este fenómeno. Existían, de hecho, prácticas – y muy especialmente esa importancia práctica del internamiento que se había desarrollado desde comienzos del siglo XVII y que había sido la condición para la inserción del sujeto loco en este tipo de juego de verdad – que me reenviaban mucho más al problema de las instituciones de poder que al problema de la ideología. Y fue de este modo como tuve que plantear el problema de las relaciones poder/saber, un problema que no es para mí el fundamental, sino más bien un instrumento que me permite analizar, de la forma que me parece más precisa, el problema de las relaciones existentes entre sujeto y juegos de verdad.

Concordia: Pero usted suele oponerse a que se hable del sujeto en general.

Foucault: No, no me he opuesto; quizá no lo he dicho de forma adecuada. Lo que he rechazado era precisamente que se partiese de una teoría del sujeto previa – como la elaborada por ejemplo por la fenomenología o por el existencialismo – y que, a partir de esta teoría del sujeto, se plantease la cuestión de saber, por ejemplo, cómo era posible una determinada forma de conocimiento. Lo que he intentado mostrar es cómo, en el interior de una determinada forma de conocimiento, el sujeto mismo se constituía en sujeto loco o sano, delincuente o no delincuente, a través de un determinado número de prácticas que eran juegos de verdad, prácticas de poder, etc. Era necesario rechazar una determinada teoría a priori del sujeto para poder realizar este análisis de las relaciones que pueden existir entre la constitución del sujeto, y los juegos de verdad, las prácticas de poder, etc.

Concordia: ¿Quiere esto decir que el sujeto no es una sustancia?

Foucault: No, no es una sustancia; es una forma, y esta forma no es sobre todo ni siempre idéntica a sí misma. Usted, por ejemplo, no tiene respecto a usted mismo el mismo tipo de relaciones cuando se constituye en un sujeto político, que va a votar o que toma la palabra en una asamblea, que cuando intenta realizar su deseo en una relación sexual. Existen, sin duda, relaciones e interferencias entre estas diferentes formas de sujeto, pero no estamos ante el mismo tipo de sujeto. En cada caso, se juegan, se establecen respecto a uno mismo formas de relaciones diferentes. Y es precisamente la constitución histórica de estas diferentes formas de sujeto, en relación con los juegos de verdad, lo que me interesa.

Concordia: Pero el sujeto loco, enfermo, delincuente – incluso quizá el sujeto sexual – era un sujeto que era el objeto de un discurso teórico, un sujeto digamos pasivo, mientras que el sujeto al que usted se refiere en los dos últimos años en sus cursos del Colegio de Francia es un sujeto activo, políticamente activo. El cuidado de si afecta a todos los problemas de la práctica política, de gobierno, etc. Podría pensarse que se produce en usted un cambio tanto de perspectiva, cuanto de problemática.

Foucault: Es cierto, por ejemplo, que la constitución del sujeto loco puede en efecto ser considerada como la consecuencia de un sistema coercitivo – el sujeto pasivo –, pero usted sabe también que el sujeto loco es un sujeto no-libre y que justamente el enfermo mental se constituye como sujeto loco en relación y frente a aquel que lo declara loco. La histeria, que ha sido tan importante en la historia de la psiquiatría y en el mundo manicomial del siglo XIX, me parece que es la ilustración misma de la manera en que el sujeto se constituye en sujeto loco. Y no es una casualidad que los grandes fenómenos de histeria se hayan observado precisamente en aquellos lugares donde existía un máximo de coacción para impedir que los individuos se constituyesen en sujetos locos. Por otra parte, e inversamente, diría que, si bien ahora me intereso en efecto por cómo el sujeto se constituye de una forma activa, a través de las prácticas de sí, estas prácticas no son sin embargo algo que se invente el individuo mismo. Constituyen esquemas que él encuentra en su cultura y que le son propuestos, sugeridos, impuestos por su cultura, su sociedad y su grupo social.

Concordia: Parecería que existe una especie de deficiencia en su problematización, a saber, la concepción de una resistencia al poder. La resistencia al poder supone un sujeto muy activo, preocupado de sí y de los otros, un sujeto responsable por tanto política como filosóficamente.

Foucault: Esto nos lleva al problema de lo que entiendo por poder. No empleo casi nunca de forma aislada el término poder, y si lo hago alguna vez, es con fin de abreviar la expresión que utilizo siempre: relaciones de poder. Pero existen esquemas ya establecidos, y así, cuando se habla de poder, la gente piensa inmediatamente en una estructura política, en un gobierno, en una clase social dominante, en el señor frente al esclavo, etc. Pero no es en absoluto en esto en lo que yo pienso cuando hablo de relaciones de poder. Me refiero a que en las relaciones humanas, sean cuales sean – ya se trata de una comunicación verbal, como la que estamos teniendo ahora, o de relaciones amorosas, institucionales o económicas – el poder está siempre presente: me refiero a cualquier tipo de relación en la que uno intenta dirigir la conducta del otro. Estas relaciones son por tanto relaciones que se pueden encontrar en situaciones distintas y bajo diferentes formas; estas relaciones de poder son relaciones móviles, es decir, pueden modificarse, no están determinadas de una vez por todas. El hecho, por ejemplo, de que yo sea más viejo y de que al inicio de la entrevista usted estuviese un poco intimidado, puede dar un giro, a lo largo de la conversación, y ser yo quien que me sienta intimidado ante alguien que, precisamente, es más joven. Las relaciones de poder son por tanto móviles, reversibles, inestables. Y es preciso subrayar que no pueden existir relaciones de poder más que en la medida en que los sujetos son libres. Si uno de los dos estuviese completamente a disposición del otro y se convirtiese en una cosa suya, en un objeto sobre el que se puede ejercer una violencia infinita e ilimitada, no existirían relaciones de poder. Es necesario pues, para que se ejerza una relación de poder, que exista al menos un cierto tipo de libertad por parte de las dos partes. Incluso cuando la relación de poder está completamente desequilibrada, cuando realmente se puede decir que uno tienetodo el poder sobre el otro, el poder no puede ejercerse sobre el otro más que en la medida en que le queda a este último la posibilidad de matarse, de saltar por la ventana o de matar al otro. Esto quiere decir que en las relaciones de poder existen necesariamente posibilidades de resistencia, ya que si no existiesen posibilidades de resistencia – de resistencia violenta, de huida, de engaño, de estrategias de inversión de la situación – no existirían relaciones de poder. Al ser ésta la forma general que adoptan las relaciones de poder me resisto a responder a la pregunta que a veces me plantean: ¿si el poder está presente entonces no existe libertad? La respuesta es: si existen relaciones de poder a través de todo el campo social, es porque existen posibilidades de libertad en todas partes. No obstante, hay que señalar que existen efectivamente estados de dominación. En muchos casos, las relaciones de poder son fijas de tal forma que son perpetuamente disimétricas y que el margen de libertad es extremadamente limitado. Para poner un ejemplo, sin duda muy esquemático, en la estructura conyugal tradicional de la sociedad de los siglos XVIII y XIX, no puede decirse que sólo existía el poder del hombre: la mujer podía hacer toda una serie de cosas: engañarlo, sustraerle con maña dinero, negarse a tener relaciones sexuales. Subsistía sin embargo un estado de dominación, en la medida en que todas estas resistencias constituían un cierto número de astucias que no llegaban nunca a invertir la situación. En los casos de dominación – económica, social, institucional o sexual – el problema es en efecto saber dónde va a formarse la resistencia. ¿Va a formarse, por ejemplo, en una clase obrera que va a resistir a la dominación política – en el sindicato, en el partido – y bajo qué forma – huelga, huelga general, revolución, lucha parlamentaria –? En una situación como esta de dominación es necesario responder a todas estas cuestiones de forma específica, en función del tipo y de la forma concreta que adopta en cada caso la dominación. Pero la afirmación: usted ve poder por todas partes; en consecuencia no existe lugar para la libertad, me parece absolutamente inadecuada. No se me puede atribuir la concepción de que el poder es un sistema de dominación que lo controla todo y que no deja ningún espacio para la libertad.

Concordia: Se refería antes al hombre libre y al filósofo, como dos modalidades diferentes del cuidado de uno mismo. El cuidado de sí del filósofo tendría una cierta especificidad y no se confundiría con el del hombre libre.

Foucault: Diría que se trata de dos posiciones diferentes en el cuidado de uno mismo, más que de dos formas del cuidado de sí; creo que el cuidado de sí es el mismo en su forma, pero que en cuanto a la intensidad, al grado de celo con el que uno se ocupa de sí – y en consecuencia también de los otros – el puesto que ocupa el filósofo no es el mismo que el de cualquier hombre libre.

Concordia: ¿Se podría pensar entonces que existe una relación fundamental entre filosofía y política?

Foucault: Sí, sin duda. Me parece que las relaciones entre filosofía y política son permanentes y fundamentales. Si se considera el cuidado de uno mismo en el pensamiento griego, esta relación es evidente. Y bajo una forma además muy completa: por una parte está el ejemplo de Sócrates – y de Platón en elAlcibíades y de Jenofonte en las Memorables –, que interpela a los jóvenes diciéndoles: Mira, tú, tú que quieres llegar a ser un hombre político, que quieres gobernar la ciudad, que quieres ocuparte de los otros, pero que no te ocupas de ti mismo, tú serás un mal gobernante. En esta perspectiva, el cuidado de uno mismo aparece como una condición pedagógica, ética y también ontológica, para llegar a ser un buen gobernante. Constituirse en sujeto que gobierna implica que uno se haya constituido en sujeto que se ocupa de sí. Pero por otra parte está también el Sócrates que dice en la Apología: Yo, interpelo a todo el mundo, porque todo el mundo tiene que ocuparse de sí mismo; a lo que añade justo a continuación: Y al hacer esto presto el mayor servicio a la ciudad, y en vez de castigarme, deberíais de recompensarme, recompensarme mejor que un vencedor de los Juegos Olímpicos. Existe por tanto una implicación muy fuerte entre filosofía y política, que se desarrollará más adelante cuando la filosofía no sólo se preocupe del alma de los ciudadanos, sino también del alma del príncipe. El filósofo se convierte en el consejero, el pedagogo, y el director de la conciencia del príncipe.

Concordia: ¿Podrá convertirse esta problemática del cuidado de uno mismo en el corazón de un nuevo pensamiento político, de una política distinta a la que consideramos hoy?

Foucault: Confieso que no he avanzado en esta dirección y me gustaría acercarme a problemas más contemporáneos, con el fin de tratar de ver qué se puede hacer con todo esto en la problemática política actual. Pero tengo la impresión de que en el pensamiento político del siglo XIX – y posiblemente sería preciso remontarse más allá, a Rousseau y a Hobbes – se ha pensado el sujeto político esencialmente como sujeto de derecho, ya sea en términos naturalistas, ya sea en términos de derecho positivo. En cambio, me parece que la cuestión del sujeto ético no tiene mucho espacio en el pensamiento político contemporáneo. En fin, no me gusta responder a cuestiones que no he examinado; me gustaría por tanto retomar las cuestiones que he abordado a través de la cultura antigua.

Concordia: ¿Qué relación existía entre la vía de la filosofía, que conduce al conocimiento de sí, y la vía de la espiritualidad?

Foucault: Por espiritualidad entiendo – circunscribiendo esta definición este período histórico – lo que se refiere precisamente al acceso del sujeto a un cierto modo de ser y las transformaciones que debe de sufrir en sí mismo para acceder a este modo de ser. Creo que en la espiritualidad antigua existía, o casi existía, una identidad entre esta espiritualidad y la filosofía. En todo caso, la preocupación más importante de la filosofía giraba en torno al cuidado de uno mismo; el conocimiento del mundo venía después y, en la mayoría de los casos, en apoyo de este cuidado de sí. Cuando leemos a Descartes, resulta sorprendente encontrar en las Meditaciones exactamente esta misma preocupación espiritual por acceder a un modo de ser en el que la duda ya no estará permitida y en el que por fin uno podrá conocer: pero al definir así el modo de ser al que da acceso la filosofía, uno se da cuenta de que este modo de ser está enteramente definido por el conocimiento, y que la filosofía se definirá como acceso al sujeto cognoscente o a aquello que lo cualificará como tal. Y, desde este punto de vista, me parece que superpone las funciones de la espiritualidad al ideal de un fundamento de la cientificidad.

Concordia: ¿Se debería actualizar esta noción del cuidado de sí, en sentido clásico, frente a este pensamiento moderno?

Foucault: No, en absoluto, no se trata de decir: desgraciadamente se ha olvidado el cuidado de uno mismo, y el cuidado de sí es la clave de todo. Nada me resulta mas ajeno que la idea de que la filosofía se ha extraviado en un momento determinado, que ha olvidado algo, y que existe en alguna parte de su historia un principio, un fundamento, que es preciso redescubrir. Me parece que todo ese tipo de análisis que, o bien adoptan una forma radical diciendo que, desde sus comienzos, la filosofía ha sido olvido, o bien adoptan una forma mucho más histórica para afirmar que en tal filosofía hay algo que ha sido olvidado, no son muy interesantes, no se puede obtener gran cosa de ellos. Y esto no significa que el contacto con un determinado filósofo no pueda producir algo, pero habría entonces que subrayar que este algo es algo nuevo.

Concordia: Esto hace que nos tengamos que plantear la cuestión de por qué uno debería de tener acceso a la verdad hoy, en sentido de una estrategia política en contra de los diversos puntos de bloqueo del poder en el sistema relacional.

Foucault: Después de todo es un problema, en efecto ¿por qué la verdad? ¿Y por qué se preocupa uno de la verdad, y además, más de ella que de uno mismo? A mi juicio se entra así en relación con una cuestión fundamental que, me atrevería a decir, es la cuestión de Occidente; ¿qué es lo que ha hecho que toda la cultura occidental se haya puesto a girar alrededor de esta obligación de verdad, una obligación que ha adoptado todo un conjunto de formas diferentes? Tal y como están las cosas, nadie hasta ahora ha podido mostrar que se pueda definir una estrategia exterior a todo ello. Y sin duda es en este campo de voluntad de verdad en el que uno puede desplazarse, de una forma o de otra, a veces contra los efectos de dominación que pueden estar ligados a estructuras de verdad o a instituciones encargadas de la verdad. Para decir las cosas de una forma muy esquemática, podemos encontrar numerosos ejemplos: ha existido todo un movimiento llamado ecológico – que por otra parte es muy antiguo y no sólo del siglo XX – que ha estado con frecuencia en cierto sentido en relación de hostilidad con una ciencia, o en todo caso con una tecnología legitimada en términos de verdad. Pero, de hecho, también esta ecología hablaba un discurso de verdad: únicamente en nombre de un conocimiento de la naturaleza, del equilibrio de los seres vivos, etc., se podía hacer la crítica. Se escapaba por tanto de una dominación de la verdad no jugando un juego totalmente ajeno al juego de la verdad sino jugándolo de otra forma, o jugando otro juego, otra partida, otras bazas en el juego de la verdad. Creo que sucede lo mismo en el caso de la política, en el que se podría hacer la crítica de la política – a partir, por ejemplo, del estado de dominación de esta política indebida – pero no podría hacerse de otro modo que jugando un cierto juego de verdad, mostrando cuáles son sus consecuencias, mostrando que existen otras posibilidades racionales, enseñando a las gentes lo que desconocen acerca de su propia situación, sus condiciones de trabajo, su explotación.

Concordia: ¿No piensa usted, en relación a la cuestión de los juegos de verdad y de los juegos de poder, que se puede comprobar en la historia la presencia de una modalidad particular de estos juegos de verdad, que tendría un estatuto particular en relación a todas las otras posibilidades de juegos de verdad y de poder y que se caracterizaría por su apertura esencial, su oposición a cualquier bloqueo de poder, al poder por tanto en el sentido de dominación-esclavitud?

Foucault: Sí, absolutamente. Pero cuando hablo de relaciones de poder y de juegos de verdad no quiero decir de ningún modo que los juegos de verdad no sean más que relaciones de poder – esto sería una caricatura terrible –. Lo que me interesa es, como ya he dicho, saber cómo los juegos de verdad pueden ponerse en marcha y estar ligados a relaciones de poder. Se puede mostrar, por ejemplo, que la medicalización de la locura, es decir, la organización de un saber médico en torno a individuos designados como locos, ha estrado ligada a toda una serie de procesos sociales, de orden económico en un momento dado, pero también a instituciones y a prácticas de poder. Este hecho no merma en modo alguno la validez científica o la eficacia terapéutica de la psiquiatría: no la legitima, pero tampoco la anula. Que las matemáticas estén ligadas, por ejemplo, – de una forma por otra parte muy distinta de la psiquiatría – a estructuras de poder se debe en cierta medida a la forma en que son enseñadas, a la manera en que se organiza el consenso de los matemáticos, a cómo funcionan en circuito cerrado, a sus valores, a cómo se determina lo que está bien (verdadero) o mal (falso) en matemáticas, etc. Esto no quiere decir en absoluto que las matemáticas sean exclusivamente un juego de poder, sino que el juego de verdad de las matemáticas se encuentra ligado de una cierta manera, y sin que ello merme su validez, a juegos y a instituciones de poder. Y está claro que en un determinado número de casos las relaciones son tales que se puede hacer perfectamente la historia de las matemáticas sin tener esto en cuenta, si bien esta problematización es interesante y, en la actualidad, los propios matemáticos empiezan a tenerla en cuenta, comienzan a estudiar la historia misma de sus instituciones. En fin, está claro que esta relación que puede existir entre las relaciones de poder y los juegos de verdad en matemáticas es muy distinta de la que se puede dar en el caso de la psiquiatría. De todos modos, lo que uno no puede en todo caso decir es que los juegos de verdad no son mas que juegos de poder.

Concordia: Esta cuestión reenvía al problema del sujeto ya que, en los juegos de verdad, la cuestión que se plantea es la de saber quién dice la verdad, cómo y por qué la dice; en realidad, en el juego de verdad se puede jugar a decir la verdad: existe un juego, se juega a la verdad o la verdad es un juego.

Foucault: El término juego puede inducir a error: cuando hablo de juego me refiero a un conjunto de reglas de producción de la verdad. No se trata de un juego en el sentido de imitar o de hacer como si: es un conjunto de procedimientos que conducen a un determinado resultado que puede ser considerado, en función de sus principios y de sus reglas de procedimiento, como válido o no, como ganador o perdedor.

Concordia: Sigue estando el problema del quién: ¿es un grupo, un conjunto…?

Foucault: Puede ser un grupo, un individuo. Existe en relación con esto un problema. Se puede observar, en lo que se refiere a estos múltiples juegos, que lo que ha caracterizado a nuestras sociedades, a partir de la época griega, es el hecho de que no existe una definición cerrada e imperativa de los juegos de verdad permitidos, lo que supondría la exclusión de todos los otros. Existe siempre, en un juego de verdad dado, la posibilidad de descubrir algo distinto y de cambiar más o menos una determinada regla, e incluso a veces de cambiar en su totalidad el juego de verdad. Y esta posibilidad de desarrollo es sin duda algo que se ha producido en Occidente, algo que resulta singular en relación a otras sociedades en las que tal posibilidad no existe.
¿Quién dice la verdad? Dicen la verdad individuos que son libres, que organizan un cierto consenso y que se encuentran insertos en una determinada red de prácticas de poder y de instituciones coercitivas.

Concordia: La verdad ¿no es pues una construcción?

Foucault: Eso depende: existen juegos de verdad en los que la verdad es una construcción y otros en los que no lo es. Puede existir un juego de verdad, por ejemplo, que consiste en describir las cosas de una cierta manera: el que realiza una descripción antropológica de una sociedad no realiza una construcción, sino una descripción – que por su parte presenta un cierto número de reglas, históricamente cambiantes, de tal modo que se puede decir hasta un cierto punto que es una construcción respecto a otra descripción. Ello no significa sin embargo que no exista nada frente a nosotros y que todo provenga de la cabeza de alguien. De esta transformación de los juegos de verdad se ha dicho, que no existía nada – me han hecho decir que la locura no existía, precisamente cuando se trataba de un problema completamente inverso: se trataba de saber cómo la locura, bajo las diferentes definiciones que se le han podio conferir, ha podido ser integrada, en un momento dado, en un campo institucional que la constituía como enfermedad mental confiriéndole un determinado espacio al lado de otras enfermedades.

Concordia: En el fondo existe también un problema de comunicación en el núcleo mismo del problema de la verdad, el problema de la transparencia de las palabras del discurso. Aquel tiene la posibilidad de formular verdades tiene también un poder, el poder de poder decir la verdad y de expresarla como él quiere.

Foucault: Sí, y ello no significa no obstante que lo que dice no sea cierto, como creen la mayor parte de las gentes quienes, cuando se les hace observar que puede existir una relación entre la verdad y el poder, dicen: ¡Ah, bueno, entonces, esto no es verdad!

Concordia: Lo cual está relacionado con el problema de la comunicación, ya que, en una sociedad en la que la comunicación tiene un muy alto grado de transparencia, los juegos de verdad son quizá más independientes de las estructuras de poder.

Foucault: Plantea usted un problema sin duda importante. Me imagino que está usted pensando quizá en Habermas cuando dice esto. Estoy interesado en lo que hace Habermas, y sé muy bien que no está muy de acuerdo con lo que yo hago – me parece que yo estoy mas cerca de lo que él dice –, aunque existe algo que no veo claro: es el lugar tan importante que concede a las relaciones de comunicación y, sobre todo, la función que yo llamaría utópica. La idea de que podría darse una situación de comunicación que fuese tal que los juegos de verdad pudiesen circular en ella sin obstáculos, sin coacciones y sin efectos coercitivos, parece pertenecer al orden de la utopía. Y ello significa no ver que las relaciones de poder no son en sí mismas algo malo, algo de lo que es necesario liberarse. Pienso que no puede existir ninguna sociedad sin relaciones de poder, si se entienden como las estrategias mediante las cuales los individuos tratan de conducir, de determinar, la conducta de los otros. El problema no consiste por tanto en intentar disolverlas en la utopía de una comunicación perfectamente transparente, sino de procurarse las reglas de derecho, las técnicas de gestión y también la moral, el ethos, la práctica de sí, que permitirían jugar, en estos juegos de poder, con el mínimo posible de dominación.

Concordia: Se sitúa usted muy lejos de Sartre que decía: el poder es el mal.

Foucault: Sí, pese a que se me ha atribuido con frecuencia esta idea que está muy lejos de lo que pienso. El poder no es el mal, el poder son juegos estratégicos. ¡Es bien sabido que el poder no es el mal! Consideremos por ejemplo las relaciones sexuales o amorosas: ejercer poder sobre el otro, en una especie de juego estratégico abierto en el que las cosas podrían invertirse, esto no es el mal, esto forma parte del amor, de la pasión, del placer sexual. Fijémonos por ejemplo en la institución pedagógica que ha sido objeto de críticas, con frecuencia justificadas. No veo en qué consiste el mal en la práctica de alguien que, en un juego de verdad dado y sabiendo más que otro, le dice lo que hay que hacer, le enseña, le transmite un saber y le comunica determinadas técnicas. El problema está más bien en saber cómo se van a evitar en estas prácticas – en las que el poder necesariamente está presente y en las que no es necesariamente malo en sí mismo – los efectos de dominación que pueden llevar a que un niño sea sometido a la autoridad arbitraria e inútil de un maestro, o a que un estudiante esté bajo la férula de un profesor abusivamente autoritario. Me parece que es necesario plantear este problema en términos de reglas de derecho, de técnicas racionales de gobierno, de ethos, de práctica de sí y de libertad.

Concordia: ¿Podría entenderse lo que acaba de decir a modo de criterios fundamentales de lo que usted llama una nueva ética? Se trataría de intentar jugar con el mínimo de dominación …

Foucault: Creo efectivamente que este punto es el punto de articulación entre la preocupación ética y la lucha política para el respeto de los derechos, de la reflexión crítica contra las técnicas abusivas de gobierno, y de una ética que permita fundamentar la libertad individual.

Concordia: Cuando Sartre habla del poder como mal supremo parece hacer alusión a la realidad del poder como dominación. Quizá en este caso usted esté probablemente de acuerdo con Sartre.

Foucault: Sí, pero creo que todas estas nociones han sido mal definidas y no se sabe muy bien de qué se está hablando. Yo mismo no estoy muy seguro de haberme expresado muy claramente ni de haber empleado las palabras que era necesario emplear cuando he comenzado a interesarme por este problema del poder. Actualmente tengo una visión más clara de todo ello. Me parece que es necesario distinguir las relaciones de poder en tanto que juegos estratégicos entre libertades – juegos estratégicos que hacen que unos intenten determinar la conducta de los otros, a lo que otros responden tratando de no dejar que su conducta se vea determinada por ellos o tratando de determinar a su vez la conducta de los primeros – de las situaciones de dominación que son las que ordinariamente se denominan poder. Y entre ambas, entre los juegos de poder y los estados de dominación, están las tecnologías gubernamentales, confiriendo a este término un sentido muy amplio – que van desde la manera de gobernar a la propia mujer, a los hijos, hasta la manera en la que se gobierna una institución –. El análisis de estas técnicas es necesario porque es a través de este tipo de técnicas como se establecen y mantienen muy frecuentemente los estados de dominación. En mi análisis del poder existen estos tres niveles: las relaciones estratégicas, las técnicas de gobierno y los estados de dominación.

Concordia: En su curso sobre la hermenéutica del sujeto dice en un momento dado que no existe un punto mas fundamental y útil de resistencia al poder político que la relación de uno para consigo mismo.

Foucault: No creo que el único punto posible de resistencia al poder político – entendido justamente como estado de dominación – esté en la relación de uno a sí mismo. Digo que la gubernamentalidad implica la relación de uno a sí mismo, lo que significa precisamente que, en esta noción de gubernamentalidad, apunto directamente al conjunto de prácticas a través de las cuales se pueden constituir, definir, organizar, instrumentalizar, las estrategias que los individuos en su libertad pueden establecer unos en relación a otros. Individuos libres que intentan controlar, determinar, delimitar la libertad de los otros, y para hacerlo disponen de ciertos instrumentos para gobernarlos. Y ello se basa por tanto sobre la libertad, sobre la relación de uno a sí mismo y sobre la relación al otro. Si se trata por el contrario de analizar el poder no a partir de la libertad, de las estrategias y de la gubernamentalidad, sino a partir de la institución política, no se puede considerar al sujeto más que como sujeto de derecho, un sujeto dotado de derechos o carente de ellos y que, a través de la institución de la sociedad política, ha recibido o ha perdido los derechos: nos encontramos así reenviados a una concepción jurídica del sujeto. Por el contrario, la noción de gubernamentalidad permite, me parece, poner de relieve la libertad del sujeto y la relación a los otros, es decir, aquello que constituye la materialidad misma de la ética.

Concordia: ¿Cree usted que la filosofía tiene algo que decir sobre el por qué de esta tendencia a querer determinar la conducta del otro?

Foucault: La manera de determinar la conducta de los otros va a adoptar formas muy diferentes, va a suscitar apetitos y deseos de intensidad muy variable según las sociedades. No sé nada de antropología pero uno se puede imaginar que hay sociedades en las que la forma mediante la cual se dirige la conducta de los otros está hasta tal punto codificada de antemano que todos los juegos en cierto modo están ya preestablecidos. En una sociedad como la nuestra, por el contrario, los juegos pueden ser enormemente numerosos – es evidente en las relaciones familiares, por ejemplo, en las relaciones sexuales o afectivas, etc. – y, en consecuencia, los deseos de determinar la conducta de los otros son también mayores: cuanto más libres son las personas, unas en relación a otras, mayor es el deseo en unos y otros de determinar la conducta de los demás. Cuanto más abierto es el juego más atractivo y fascinante resulta.

Concordia: ¿Cree usted que la tarea de la filosofía es prevenir los peligros del poder?

Foucault: Esta tarea ha constituido siempre una de las funciones más importantes de la filosofía. La filosofía en su vertiente crítica – y entiendo crítica en un sentido amplio – ha sido precisamente el saber que ha puesto en cuestión todos los fenómenos de dominación, cualquiera que fuese la intensidad y la forma que adoptan – política, económica, sexual, institucional, etc. –. Esta función crítica de la filosofía se deriva hasta cierto punto del imperativo socrático: ocúpate de ti mismo, es decir, fundaméntate en libertad mediante el dominio de ti mismo.

miércoles, 22 de mayo de 2013

La hermenéutica del sujeto Michel Foucault











El filósofo francés Michel Foucault dedicó el curso de 1982 en el Collège de France
a la hermenéutica del sujeto. Con esta edición del Fondo de Cultura Económica, se publica una nueva zona de la "obra" de Michel Foucault.
En sentido propio, no se trata de inéditos, porque esta edición reproduce la palabra pronunciada públicamente por Foucault, con exclusión del soporte escrito que utilizaba y que podía ser muy elaborado. Daniel Defert, que posee esas notas, permitió a los
editores consultarlas.

El curso de ese año se consagró a la formación del tema de la hermenéutica de sí. Se trataba de estudiarla no sólo en sus formulaciones teóricas sino de analizarla en relación con un conjunto de prácticas que, en la Antigüedad clásica o tardía, tuvieron gran importancia.
Esas prácticas eran de la órbita de lo que en griego solía llamarse epimeleia heautou y en latín
cura sui. El principio de que uno debe "ocuparse de sí", "preocuparse por sí mismo" quedó
oscurecido por el resplandor del gnothi seauton. Pero hay que recordar que la regla sobre la
necesidad de conocerse a sí mismo se asoció al tema de la inquietud de sí. De uno a otro
extremo de la cultura antigua, es fácil encontrar testimonios de la importancia atribuida a la
"inquietud de sí" y de su conexión con el tema del autoconocimiento.

En primer lugar, en el propio Sócrates. En la Apología, lo vemos presentarse a sus jueces como
el maestro de la inquietud de sí. Él es quien interpela a los transeúntes y les dice: ustedes
se ocupan de sus riquezas, su reputación y sus honores; pero no se preocupan por su virtud y
su alma. Sócrates es quien vela para que sus conciudadanos "se preocupen por sí mismos".

Acerca de ese papel, Sócrates dice un poco más adelante, en la misma Apología, tres cosas
importantes; es una misión que le confió el dios, y no la abandonará antes de su último suspiro; es una tarea desinteresada, por la cual no exige retribución alguna, ya que la realiza por pura benevolencia; y por último, es una función útil para la ciudad, aún más útil que la victoria de un atleta en Olimpia, porque al enseñar a los ciudadanos a ocuparse de sí mismos (más que de sus bienes), también se les enseña a ocuparse de la propia ciudad (más que de sus asuntos
materiales). En lugar de condenarlo, los jueces harían bien en recompensar a Sócrates por haber enseñado a los otros a preocuparse por sí mismos.
A través de diversos capítulos, Michel Foucault busca subrayar la precariedad del modo de subjetivación moderno. Releyendo la filosofía antigua, nos permite interrogarnos acerca de nuestra identidad como sujeto moderno. Su trabajo consiste, en principio, en volvernos extraños a nosotros mismos, mostrando la historicidad de lo que podría parecer lo más antihistórico: la manera en que, como sujetos, nos relacionamos con nosotros mismos.
Lo que hace posible ese pasaje a la filosofía antigua es una reformulación del problema político: ¿y si las luchas de hoy ya no fueran tan sólo luchas contra las dominaciones políticas, ya no tan sólo luchas contra la explotación económica, sino luchas contra la sujeción identitaria? Al releer a Platón y a Marco Aurelio, a Epicuro y a Séneca, Michel Foucault no busca ir más allá de la política sino repensarla.

El punto de partida de un estudio dedicado a la inquietud de sí es, el Alcibíades. Sócrates recomendaba a Alcibíades que aprovechara su juventud para ocuparse de sí mismo: "A los cincuenta años sería demasiado tarde". Pero Epicuro decía: Cuando uno es joven, no hay que vacilar en filosofar, y cuando es viejo, no hay que vacilar en filosofar. Nunca es demasiado tarde ni demasiado pronto para cuidar nuestra alma".
Este principio del cuidado perpetuo, a lo largo de toda la vida, se impone con mucha claridad. Musonio Rufo, por ejemplo: "Debemos cuidarnos sin cesar, si queremos vivir de manera saludable". O Galeno: "Para llegar a ser hombres hechos y derechos, todos necesitan ejercitarse por así decirlo, toda la vida", aunque sea cierto que más vale "haber velado por la propia alma desde la más tierna infancia".

La inquietud por la verdad - Michel Foucault






La inquietud por la verdad
escritos sobre la sexualidad y el sujeto

Siglo Veintiuno editores

(Buenos Aires)

El texto que presta su nombre a la presente compilación, "La inquietud por la verdad", es un breve escrito de Foucault en homenaje a quien puede ser considerado como uno de sus mentores: el historiador Phillippe Ariès. "...Tomando como referencia sus cursos, se puede situar en 1978 uno de los puntos de inflexión que lo llevaron a reformular el proyecto inicial de Historia de la sexualidad y la orientación general de sus investigaciones. El curso en cuestión se titula Seguridad, territorio, población. Luego de las consideraciones metodológicas y un breve balance del trabajo realizado, con los cuales presentaba habitualmente el tema que iba a exponer ese año, Foucault aborda la cuestión de los dispositivos de seguridad, comparándolos, por
un lado, con los mecanismos legales y, por otro, con los disciplinarios. Así, por ejemplo, mientras que la ley está en relación con una multiplicidad de organismos individualizables, los dispositivos de seguridad, en cambio, se relacionan con una multiplicidad considerada como un efecto de masa, es decir, como un conjunto de sujetos material y biológicamente ligados...".
"...De los diez trabajos que conforman el libro, cuatro son entrevistas o conversaciones. La más antigua, con la que se inicia esta recopilación, la conversación con Duccio Trombadori, titulada "El libro como experiencia", data de 1978. En ella, Foucault expone, con consideraciones críticas, el camino recorrido hasta poco después de la publicación de La voluntad de saber. Las respuestas de Foucault contienen también numerosas apreciaciones acerca del modo en que han sido leídos y recibidos sus trabajos y acerca de lo que significa para él mismo pensar temas como la locura, la prisión y la sexualidad. Dos de las otras entrevistas posteriores a la conversación con Duccio Trombadori abordan el tema de la homosexualidad. En la que hemos titulado "Desear un mundo donde otras formas de relación sean posibles" de 1982, Foucault pasa revista a una serie de publicaciones sobre el tema, desde el célebre trabajo de Kennet Dover, Greek Homosexuality, al de John Boswell, Cristianity, Social Tolerance, and Homosexuality, para fijar, finalmente, su propia posición. En la conversación con Gilles Barbedette, "El triunfo social del placer sexual", Foucault analiza, en cambio, más allá de las obras de referencia, la relación entre los comportamientos sexuales y las conductas sociales tipificadas. En la cuarta entrevista, también de 1982, "Verdad, poder y sí mismo", Foucault vuelve sobre su recorrido intelectual, para subrayar el sentido que sus trabajos tienen para él mismo, como parte de su biografía...". Los textos que integran este volumen, inéditos en español o casi inaccesibles, son claves para vislumbrar el sentido que Foucault atribuía a su pensamiento y al modo en que sus libros eran leídos y recibidos. Y resultan esclarecedores, en particular, para entender cómo fue definiéndose el proyecto de lo que sería la Historia de la sexualidad: el recorrido que llevó a Foucault del problema de la biopolítica al de la confesión, del análisis del poder y el saber al estudio de las relaciones entre las prácticas de gobierno, de sí mismo y de los otros, y los modos de decir la verdad. Al igual que en El poder, una bestia magnífica, la soltura coloquial del autor es el mejor modo de acceder al laboratorio donde se gestan, y mutan, sus ideas y sus inquietudes.

"...Lo que yo querría facilitar es todo un trabajo social, dentro del cuerpo mismo de la
sociedad y sobre ella misma. Querría participar en persona en ese trabajo sin delegar
responsabilidades a ningún especialista, y a mí mismo menos que a nadie. Procurar
que en el seno mismo de la sociedad los datos del problema se modifiquen y los
bloqueos se deshagan. En suma, terminar con los portavoces...".
Michel Foucault
- El libro como experiencia - Conversación con Michel Foucault-
(Entrevista con Duccio Trombadori, París, 1978).

Michel Foucault

Nació en Poitiers, Francia, Michel Foucault (1926-1984) es uno de los pensadores más influyentes del siglo XX. Alumno de la École Normale Supérieure de París, cursó estudios de filosofía y psicología. Durante la década de 1960, encabezó el departamento de Filosofía de la Universidad de Vincennes. En 1970 fue elegido en el Collège de France, una de las instituciones académicas más prestigiosas de su país, como profesor de Historia de los Sistemas de Pensamiento, cátedra que dictó hasta su muerte, en junio de 1984. En los años setenta y ochenta, su valiosa obra, publicada en gran parte por Siglo XXI Editores, lo llevó a dictar numerosas conferencias y cursos en todo el mundo, lo que lo convirtió en un intelectual de referencia. Comprometido activamente en las luchas políticas y sociales, Michel Foucault llevó a cabo un análisis minucioso de los mecanismos de control y de gobierno de la sociedad. Su pensamiento continúa siendo fuente de inspiración para estudiosos de distintas áreas y para quienes buscan mejorar la situación de los excluidos (los presos, los locos, las minorías sexuales, los inmigrantes, los jóvenes).

miércoles, 23 de mayo de 2012

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Los textos completos y apasionantes, una de las obras indispensables de Roland Barthes, en la que se reúnen los documentos preparatorios e inéditos de su conocidísimo Fragmentos de un discurso amoroso.


martes, 8 de mayo de 2012

Foucault, veinte años después


´Foucault, veinte años después´, Miguel Morey






Miguel Morey es catedrático de Filosofía en la Universitat de Barcelona. Autor de ‘Lectura de Foucault’ (Taurus, 1983), ha traducido, prologado y editado en castellano algunos textos esenciales de Foucault, como los recogidos en el volumen ‘Entre filosofía y literatura’ (Paidós, 1999).
LV/culturas, 19-I-2005.

Poco a poco nos hemos ido dando cuenta de lo curioso que es el destino del filósofo en una cultura de la velocidad de la luz como la nuestra. Cuando murió Foucault, se le enterró deprisa. Como con un consternado alivio ante ese repentino silencio. Cuando cuatro meses después François Ewald, que había sido su adjunto en el Collège de France, acudió a Barcelona con ocasión del primer encuentro dedicado a su memoria, comentaba que era impensable celebrar algo parecido en París por el momento. Salvo para cuatro íntimos, Foucault estaba muerto y enterrado. Incluso quienes habían aprendido de él comenzaban a usar su trabajo sin nombrarlo, las más de las veces en el marco del complot académico-administrativo. Pronto, el morbo (el mismo con el que la prensa rodeó sus últimos días, desde su ingreso en Sainte Anne hasta su muerte a causa del sida), el mismo morbo comenzará a promover la publicación de los primeros testimonios íntimos y biografías. El nombre de Foucault se entregaba así a un público con el que éste no contaba, un público para el cual Foucault no quería contar. La rotura del pacto de anonimato que siempre había solicitado desde sus libros, curiosamente, aun ofreciéndolo al gran público, lo enterraba más y más en el silencio.

No fue sino cuatro años más tarde cuando pudo París rendir homenaje a la memoria del filósofo, y aún lo hizo a su manera. Convocado por el procedimiento del boca a oreja, el primer congreso internacional Michel Foucault se celebró de un modo casi clandestino, una reunión de amigos y conocidos, por más que fuera una reunión memorable. Las comunicaciones y debates tuvieron un nivel y una audacia inusuales. Gilles Deleuze improvisó una clase magistral de una belleza inaudita. Georges Canguilhem y Paul Veyne, desde la mesa, y Jean-Pierre Vernant desde el público acabaron por componer un retrato del amigo de una estremecedora viveza. Tampoco Pierre Boulez faltó a la cita. Incluso Richard Rorty bendijo la entrada del discurso de Foucault en los USA, a condición de poner Dewey allí donde Foucault escribía Nietzsche. François Ewald y demás amigos del futuro Centre Foucault estaban felices, pero mucho más por la intensidad intelectual del acontecimiento que por las expectativas cara al futuro, ante las que se mostraban bastante escépticos. Era evidente que Foucault nunca formaría parte de la cultura oficial, no se trataba de eso. Sabíamos de sobra que incluso su ámbito de investigación había desaparecido institucionalmente con él. Por más hermosa que fuera, aquella sanción pública del trabajo de Foucault no hacía otra cosa sino dejarlo en disponibilidad latente, a la espera de alguna actualización dramática que lo emplazara de nuevo como interlocutor en el dominio de la opinión pública, acompasándolo a las condiciones del presente. No cabía pensar en otra forma de posteridad. Pero para ello se exigía un sentido nietzscheano de la crueldad para con uno mismo que se estaba muy poco dispuesto a asumir. En este punto, era imposible no pensar en Georges Bataille, en su arte de la transgresión como experiencia de la práctica no dialéctica del pensamiento, con sus iluminaciones y sus impasses. Era imposible no recordar el modo cómo pesaba sobre Foucault la filiación nietzscheana del filósofo como animal de conocimiento, condenado a hacer experimentos consigo mismo. Su testamento intelectual no dejaba lugar a dudas al definir el envite actual de la práctica filosófica, no tanto del lado de la legitimación de lo que ya se sabe, cuanto del trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, en la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera. En realidad, este derecho fundamental de la práctica filosófica (explorar lo que puede ser cambiado en el propio pensamiento) le impone un carácter decididamente sacrificial, y en antagonismo abierto con los consensos de la opinión pública. Ésta responderá a su vez acogiendo esa voz un instante para dejar que se pierda luego en beneficio de otra cualquiera más actual, importa poco que el nuevo discurso nazca con las premisas ya refutadas por algún razonamiento anterior. Sin duda el límite puede ser transgredido, pero se recompone de inmediato a las espaldas de un transgresor cuyo gesto se pierde así en lo ilimitado.

Veinte años después, en febrero del pasado año, en el marco del primer coloquio internacional Michel Foucault, en Ciudad de México, Daniel Defert, coeditor junto a F. Ewald de los Dits et Écrits de Foucault, comentaba desolado un nuevo sarcasmo histórico a la memoria de Foucault: la compra por parte del estado de su casa natal, en Poitiers, para establecer en ella la futura sede de la dirección de establecimientos penitenciarios. No, decididamente, Foucault sigue sin formar parte de la cultura oficial, de la cultura establecida. Y lo que es peor, a pesar de todas sus enseñanzas, nuestra percepción de lo intolerable continúa tan embotada como antes de que publicara su primer libro. Sin duda estamos asistiendo en estos tiempos a una vasta y silenciosa mutación política de nuestra experiencia (un minúsculo botón de muestra tan sólo: en un abrir y cerrar de ojos y en medio de un asentimiento generalizadamente creciente, hemos visto como en la figura del fumador un ser humano era estigmatizado a causa de sus costumbres a la vez como vicioso, enfermo –actual y virtual– y malhechor. ¿Cabía imaginar tal cosa veinte años atrás?). Aunque, bien pensado, estos lodos son hijos de un polvo antiguo. Aquí mismo, en este país, hemos tenido que ver cómo se construía su autonomía al compás de una consigna que presumiblemente encarnaba la voluntad popular, la normalización. Y muchos recordarán todavía los carteles con la niña Norma sentando doctrina. Como también muchos recordarán el nombramiento como conseller d'Educació encargado de capitanear la reforma escolar de un técnico en establecimientos penitenciarios, más o menos el mismo año en el que el pensamiento de Foucault era tema para los exámenes de la selectividad…

En cierto sentido, el sarcasmo histórico importa poco. Lo importante es sin duda lo que la posteridad del filósofo en esta cultura de la velocidad de la luz revela sobre nuestro propio destino.

DÓNDE COMIENZA Y CÓMO ACABA UN CUERPO DOCENTE
Jacques Derrida






En «Políticas de la filosofía», Dominique Grisoni (Compilador), F.C.E., México, 1982. Edición digital de Derrida en castellano.



[SE TENDRÁ más de un signo: estas notas no estaban destinadas, como se dice, a su publicación.

Sin embargo, nada debía mantenerlas ocultas. Nada más público, en principio, y nada más mostrable que una enseñanza. Nada más expuesto que, como sucede aquí, su puesta en escena o su enjuiciamiento. Por esta primera razón, acepté la propuesta que se me hizo de reproducir estas notas sin la menor modificación.

Habrán sido necesarias otras razones puesto que tardé mucho tiempo antes de decidirme. En efecto, ¿qué podía significar el fragmento (encuadrado más o menos arbitrariamente, con la “guillotina”) de una sola sesión, la primera por añadidura, marcada más que otras por las insuficiencias, las aproximaciones, la generalidad programática enunciadas ante un auditorio más anónimo e indeterminado que nunca? ¿Por qué esa sesión y no otra, y por qué mi discurso continuo y no otros, y no los intercambios críticos que vinieron después? No hubiera podido dar una respuesta a esas preguntas pero acabé pensando que la lucha que ha entablado el GREPH [Groupe de Recherches sur l’Enseignement Philosophique] hoy día las volvía secundarias: puesto que la sesión propuesta se refiere esencialmente al GREPH, ¿por qué no aprovechar (por la banda) esta oportunidad para dar mejor a conocer los planteamientos y los objetivos de su trabajo?

Otra objeción, más grave: ¿acaso mi participación en este volumen era compatible con el propósito mismo que esas notas, por lo menos en parte e indirectamente, darán a leer? ¿Debía yo servir (o hacer servir) una de esas numerosas empresas (aquí en su forma inmediatamente editorial) que multiplican las escaramuzas contra aquello mismo (dicho sea sin sospecha, eso importa poco, todas las intenciones de todos sus agentes) de lo cual sacan su existencia y mantienen las coartadas? Para ser más preciso ¿la reunión de los nombres, la selección de las figuras y la exhibición de los títulos no provoca acaso la aparición de uno de esos fenómenos de autoridad (sólido, ya, contra–institución, aun si su unidad, considerada desde otros puntos de vista, debe dejar perplejo e invitar a la más circunspecta investigación) forzosamente producidos por el aparato que, por el contrario, se trataría de dislocar? Las conexiones entre ese aparato y el de la edición son cada vez más evidentes. Forman precisamente uno de los objetos de trabajo, uno de los blancos más bien, del GREPH que debería articular su acción con la de un grupo de investigaciones e informaciones sobre la máquina editorial. Manifiesto (no disfrazado), el propósito de lo que se lee aquí mismo es llamar a semejantes acciones, en el lugar de trabajo.

Pero simplifico mucho, hay prisa. Las leyes de ese campo son retorcidas, hay que acometerlo acómetiéndolas. En resumen, tomando en cuenta el mayor número de datos a mi disposición, y porque los objetivos del GREPH me parece que lo imponen, prefiero finalmente correr el riesgo de plantear aquí (esta vez desde un borde interno) problemas en espiral tocantes a los lugares, las escenas, a las fuerzas que todavía les permiten presentarse.

El fragmento de esta primera sesión abría una especie de contraseminario del Centro de investigaciones sobre la enseñanza filosófica. Constituido en la Escuela Normal Superior desde hace dos años, ese Centro es en buena ley, distinto del GREPH con el cual, naturalmente, no le faltarán ocasiones de intercambio.

Para el año 1974–1975, aparecen en el programa las siguientes preguntas:

• ¿Qué es un cuerpo docente —de filosofía?

• ¿Qué significa hoy día “defensa” y qué significa hoy día “filosofía” en la consigna “defensa de la filosofía”?

• La ideología y los ideólogos franceses (análisis del concepto de ideología y de los proyectos político–pedagógicos de los Ideólogos franceses en torno a la Revolución).]





Éste, por ejemplo, no es un lugar indiferente.



No habría que olvidarlo. Habría que (tratar primero, para ver, un discurso sin “hay que”, y no solamente sin “hay que” aparente, visible como tal, sino sin “hay que” oculto; les propongo desalojarlos en los discursos supuestamente teóricos, aun trans–éticos, e incluso cuando no se presentan como discursos de enseñanza; en el fondo, en estos últimos, los discursos docentes, el “hay que” —la lección impartida en cada momento, en cuanto se toma la palabra— tan sólo es quizá, ingenuamente o no, más declarado, lo cual puede, con ciertas condiciones, desarmarlo más rápidamente), habría que evitar, pues, naturalizar este lugar.



Naturalizar equivale siempre, o por lo menos poco falta, a neutralizar.



Al naturalizar, al aparentar que se considera como natural algo que no lo es y nunca lo ha sido, se neutraliza. ¿Qué se neutraliza? Se disimula más bien, en un efecto de neutralidad, la intervención activa de una fuerza y de un aparato.



Al hacer pasar por naturales (fuera de dudas y de transformaciones, por consiguiente) las estructuras de una institución pedagógica, sus formas, sus normas, sus coerciones visibles o invisibles, sus cuadros, todo el aparato que habríamos llamado, el año pasado, parergonal y que, pareciendo rodearla la determina hasta el centro de su contenido, y sin duda desde el centro, se encubren con miramientos las fuerzas y los intereses que, sin la menor neutralidad, dominan —se imponen— al proceso de enseñanza desde el interior de un campo agonístico heterogéneo, dividido, dominado por una lucha incesante.

Toda institución (me valgo una vez más de una palabra que habrá que someter a cierto trabajo crítico), toda relación con la institución, por lo tanto, convoca y de antemano, en todo caso, implica una toma de partido en ese campo: tomando en cuenta, efectivamente en cuenta, el campo real, un partido, un tomar posición.



No hay lugar neutral o natural en la enseñanza.



Éste, por ejemplo, no es un lugar indiferente.



Aunque en principio un análisis teórico no baste, al no volverse efectivamente “pertinente”, más que para poner en escena y en juego a quien prácticamente se arriesga al análisis hasta desplazar el lugar mismo desde el cual analiza, aunque sea insuficiente e interminable como tal, un análisis consecuente (histórico, psicoanalítico, político–económico, etcétera, y aun en parte filosófico) se impondría para definir ese aquí–ahora.

Tiene la apariencia inmediata de una sala de teatro o de cine, de un salón de fiestas transformado (por razones de seguridad y a falta de lugar en los salones llamados de clases que se reservaba antes al reducido y escogido número de los normalistas). Aquí, en la Escuela Normal Superior, en el lugar en que yo, este cuerpo docente que yo llamo mío y que ocupa una función bien determinada en lo que se llama el cuerpo docente filosófico francés hoy día, yo enseño, yo digo ahora que enseño.



Y donde por primera vez, por lo menos en esta forma directa, me dispongo a hablar acerca de la enseñanza filosófica.

Es decir donde, después de aproximadamente quince años de práctica llamada docente y veintitrés años de burocracia, comienzo apenas a interrogar, exhibir, criticar sistemáticamente (comienzo, más bien, a comenzar por eso, comienzo por comenzar a hacerlo sistemática y efectivamente: es el carácter sistemático lo que importa si uno no quiere resignarse con una coartada verbal, con escaramuzas o arañazos que no afectan al sistema establecido, que ningún filósofo un tanto despierto habrá dejado nunca de hacer, y que por el contrario forman parte del sistema predominante, de su código mismo, de su relación consigo mismo, de su reproducción autocrítica, la reproducción autocrítica formando quizás el elemento de la tradición y de la conservación filosófica, de su relevo incesante, con el arte de la pregunta del cual se hablará más tarde: es el carácter sistemático lo que importa y su efectividad, que jamás pudo recaer en la iniciativa de uno solo, y es por eso que, por vez primera, vinculo aquí mi discurso al trabajo de grupo emprendido con el nombre de GREPH), comienzo, pues, tan tarde, a interrogar, exhibir, criticar sistemáticamente —con miras a una transformación— los bordes de aquello en lo que he pronunciado más de un discurso.

Cuando digo “tan tarde”, no es, principalmente por lo menos, para hacer una escena, y una vez más entrar al juego da la auto–rectificación, del mea culpa o de la mala conciencia en exhibición. Eso sería un gesto que podría justificar largamente del que yo me abstengo. Digamos, para ser muy breve, que jamás nunca tuve ese gusto y que incluso hice de ello una cuestión de buen gusto. Cuando digo “tan tarde”, es más bien para comenzar el análisis tanto de un retraso que, como es sabido, no es únicamente mío y no se explica solamente por insuficiencias subjetivas o individuales, como de una posibilidad que no surge hoy día por casualidad o a partir de la decisión de uno solo. Y el retraso y el darse cuenta de él, en diversas formas, y el principio de un trabajo (teórico y práctico, como se dice) sobre la enseñanza de la filosofía, todo eso responde a cierto número de necesidades. Todo eso se analiza en efecto.

Pero que no se trate aquí, en última instancia, ni de errores ni de méritos individuales, ni de sueño dogmático ni de vigilancia personal, no tomemos ese pretexto para disolver en la neutralidad anónima lo que no es, una vez más, ni neutral ni anónimo.

Como saben ustedes, insistí en ello repetidas veces: la Escuela Normal no debería estar ni en el centro, y ni siquiera en el origen de los trabajos del GREPH. Ciertamente. Pero no hay que omitir ese hecho, no es nada fortuito, que el GREPH haya parecido por lo menos comenzar a localizarse aquí. Esto constituye una posibilidad, un recurso por explotar, hay que analizarlo y aplicarlo en todos sus alcances histórico-políticos. Pero esta posibilidad importa también sus límites. No se podría salvarlos sino con la condición (necesaria aunque insuficiente) de tomar en cuenta, una información crítica y científica, de ese hecho poco discutible. Sin retraso ni miramientos, deberemos tomar (teórica y prácticamente, como hay que decirlo) en una cuenta rigurosa el papel que esta institución extraña desempeña todavía y sobre todo habrá desempeñado en el aparato cultural y filosófico de ese país. Y cualquiera que sea el balance, ese papel habrá sido —cualquier denegación a este respecto sería vana o sospechosa— muy importante.

Sostener por otra parte que yo, aquí, no aportaré más que una contribución parcial o particular a los trabajos del GREPH, sin comprometerlo y sobre todo sin orientarlo, esto no debe dejar desconocer o sustraer al análisis (descontar) el hecho de que por lo menos parecí, después de haberlo anunciado desde hace tiempo, haber tomado la iniciativa, en un seminario que yo animaba, de la constitución del GREPH, y en primer lugar de su anteproyecto sometido a la discusión de ustedes.

Esto no es fortuito. No lo recuerdo para marcar o apropiarme de una nueva institución o contra–institu-ción sino, por el contrario, para voltear una superficie, restablecer, restituir, someter un efecto muy particular que obedece a mi función en este proceso.

De lo que llamaré, para ir de prisa, mi lugar o mi punto de vista, era desde hace tiempo evidente que el trabajo en el cual estaba enfrascado —nombrémoslo álgebra, a riesgo de nuevos malentendidos, la desconstrucción (afirmativa) del falogocentrismo como filosofía—, no pertenecía simplemente a las formas de la institución filosófica. Ese trabajo, por definición, no se limitaba a un contenido teórico, incluso cultural o ideológico. No procedía según las normas establecidas de una actividad teórica. Por más de un rasgo y en momentos estratégicamente definidos, debía recurrir a un “estilo” inadmisible para un cuerpo de lectura universitario (las reacciones “alérgicas” no tardaron en producirse), inaceptable aun en lugares en que uno se piensa ajeno a la universidad. Como es sabido, el “estilo–universitario” no siempre domina solamente en la universidad. Sucede que se pega a la piel de los que dejaron la universidad, e incluso de algunos que nunca asistieron a ella. Eso se ve desde los bordes. Ese trabajo, por lo tanto, acometía la subordinación ontológica o trascendental del cuerpo significante con respecto a la idealidad del significado trascendental y a la lógica del signo, a la autoridad trascendental del significado y del significante, por lo tanto a lo que constituye la esencia misma de lo filosófico. Así, es desde hace tiempo necesario (coherente y programado) que la desconstrucción no se limite al contenido conceptual de la pedagogía filosófica, sino que se las vea con el escenario filosófico, con todas sus normas y formas institucionales así como con todo lo que las hace posibles.

Si no hubiera pasado, lo cual sólo fue considerado así por aquéllos que sacaban algún provecho de no querer ver nada, de una simple desconstitución semántica o conceptual, la desconstrucción no habría formado más que una modalidad —nueva— de la autocrítica interna de la filosofía. Habría corrido el peligro de reproducir la propiedad filosófica, la relación de la filosofía consigo misma, la economía del enjuiciamiento tradicional.

Ahora bien, en el trabajo que nos espera, deberemos desconfiar de todas las formas de reproducción, de todos los recursos poderosos y sutiles de la reproducción: entre los cuales, si todavía puede decirse, el de un concepto de reproducción que no se puede utilizar aquí (“simplemente”) sin “ampliarlo” (Marx), ampliar sin reconocer en ello la contradicción en acción y de modo siempre heterogéneo, analizar en su contradicción esencial sin plantear en toda su magnitud el problema de la contradicción (o de la dialéctica) como filosofema. ¿Es acaso con semejante filosofema (con algo así como una “filosofía marxista”) que en “última instancia” puede operar una desconstrucción efectiva de la filosofía?

A la inversa, si la desconstrucción hubiera descuidado al principio la desestructuración interna de la onto–teología falogocéntrica, habría reproducido, por precipitación politista, sociologista, historicista, economista, etcétera, la lógica clásica del marco. Y se habría dejado guiar, más o menos directamente, por esquemas metafísicos tradicionales. Eso es, a mi parecer, lo que acecha o limita, en el comienzo, los escasos y por lo tanto valiosísimos trabajos franceses sobre la enseñanza filosófica, cualesquiera que sean las diferencias o las oposiciones que los relacionen unos con otros. Pero mi reserva aquí —trataré más tarde de argumentarla estudiando más detenidamente el problema— no me hace desconocer, ni mucho menos, la importancia y la función de abertura que pueden tener los libros de Nizan o de Canivez, de Séve o de Châtelet, por ejemplo.

Por tanto la desconstrucción —o por lo menos lo que propuse con ese nombre que es equiparable a otro, pero nada más— siempre tuvo en principio por objeto el aparato y la función de enseñanza en general, el aparato y la función filosófica en particular y por excelencia. Sin reducir su especificidad, diré que lo que ahora se emprende no es más que una etapa por salvar en un trayecto sistemático.

Etapa sin duda, pero que se tropieza por así decirlo al desnudo (o casi, como siempre hay que decir en gimnasia) con una temible dificultad, una puesta a prueba histórica y política cuyo esquema de principio quisiera indicar desde ahora.

Por una parte: la desconstrucción del falogocentrismo como desconstrucción del principio onto–teológico de la metafísica, de la pregunta “¿qué es?”, de la subordinación de todos los campos de cuestionamiento a la instancia onto–enciclopédica, etcétera, semejante desconstrucción ataca la raíz de la universitas: a la raíz de la filosofía como enseñanza, la unidad última de lo filosófico, de la disciplina filosófica o de la universidad filosófica como asiento de toda universidad. La universidad, es la filosofía, una universidad siempre es la construcción de una filosofía. Ahora bien, resulta difícil (pero no imposible, trataré de señalarlo) concebir un programa de enseñanza filosófica (como tal) y una institución filosófica (como tal) que sigan de modo consistente, o aun sobrevivan a una rigurosa desconstrucción.

Pero por otra parte: concluir de un proyecto de desconstrucción a la pura y simple, a la inmediata desaparición de la filosofía y de su enseñanza, a su “muerte” como se diría con la necedad del qué ignorase aún hoy día cómo resucitan los muertos, sería una vez más abandonar el terreno de una lucha a fuerzas muy determinadas que siempre tienen interés, según vías que tendremos que estudiar, en instalar en los lugares aparentemente abandonados por la filosofía, y por tanto ocupados, preocupados por el empirismo, la tecnocracia, la moral o la religión (y todo eso a la vez) un dogmatismo propiamente metafísico, más vivo que nunca, al servicio de las fuerzas que siempre han estado vinculadas a la hegemonía falogocéntrica. Dicho de otro modo, para no llegar todavía más lejos que el álgebra de esa colocación preliminar, abandonar el terreno bajo el pretexto que ya no se puede defender la vieja máquina (y que incluso se contribuyó a dislocarla), sería no entender nada a la estrategia desconstructora.

Sería confinarla en un conjunto de operaciones teóricas: inmediatas, discursivas y finitas.

Aun si, al privilegiar la operación teórica y discursiva la forma filosófica de los discursos, ya hubiera alcanzado resultados de principio suficientes (lo que dista mucho de ser seguro, se tiene demasiados indicios de ello), ese discurso filosófico está a su vez determinado (en efecto) por una enorme organización (social, económica, pulsional, fantasmática, etcétera), por un poderoso sistema de fuerzas y de antagonismos múltiples: que la desconstrucción misma tiene por “objeto” pero del cual es también, en las formas necesariamente determinadas que debe tomar, un efecto (remito a lo que digo en otra parte, en Positions, acerca de esa palabra[i]).

Siempre inconclusa en ese sentido, y para no reducirse a un episodio moderno de la reproducción filosófica, la desconstrucción no puede ni asociarse a una liquidación de la filosofía (triunfante y verbosa en un caso, vergonzosa y aún muy atareada en otro) cuyas consecuencias políticas están diagnosticadas desde hace largo tiempo, ni aferrarse a alguna “defensa–de–la–filosofía”, a algún combate de retaguardia reactiva que, para conservar un cuerpo en descomposición, no hace más que facilitar las cosas a las empresas liquidadoras.

Por consiguiente: luchando como siempre en dos frentes, en dos escenarios y según dos alcances, una desconstrucción rigurosa y eficiente debería simultáneamente desarrollar la crítica (práctica) de la institución filosófica actual y emprender una transformación positiva, afirmativa más bien, audaz, extensiva e intensiva, de una enseñanza llamada “filosófica”. No ya un nuevo plan de la universidad, en el estilo escatoteleológico de lo que se hizo con ese nombre en los siglos XVIII y XIX, sino un tipo de propuestas totalmente diferentes, que competen a otra lógica y que toman en cuenta un máximo de datos nuevos de todo tipo cuya enumeración no voy a emprender ahora. Algunos de ellos aparecerán rápidamente. Estas propuestas ofensivas se ajustarían a la vez al estado teórico y práctico de la desconstrucción y cobrarían formas muy concretas, las más eficientes posibles en Francia, en 1975. No dejaré de tomar mis riesgos o mis responsabilidades en cuanto a esas propuestas. Y dejaré bien claro —si es que se da el nombre de Haby al indicio más visible de ese contexto— que no me aliaré con los que se proponen “defender–la–filosofía” tal como se practica hoy día en su institución francesa, que yo no suscribiré a cualquiera forma de combate “por–la–filosofía”, pues lo que me interesa es una transformación fundamental de la situación general en la que se plantean esos problemas.



Si emití estas primeras observaciones acerca de la posible relación entre los trabajos del GREPH y una empresa de desconstrucción, no es sólo por lo que acabo de decir, sino para no neutralizar o naturalizar el lugar que ocupo, para ni siquiera hacer como si lo descontara, como a veces ha podido parecer útil hacerlo, salvo en algunos simulacros cuya lógica quisiera reconstruir.

Esa lógica nos introducirá quizás al problema del cuerpo docente.

Dentro de la Educación Nacional, mi función profesional me vincula por prioridad inmediata a la Escuela Normal Superior en la que ocupo, con el título de maestro–adjunto de historia de la filosofía, el puesto definido desde el siglo XIX como el de catedrático–repetidor [agrégé-répétiteur]. Me detengo un instante en esta, palabra de repetidor para empezar a tratar el problema del cuerpo docente en lo que lo somete a la repetición.

Repetidor, el agrége[ii] repetidor no debería producir nada, al menos si producir quisiera decir innovar, transformar, hacer advenir lo nuevo. Está destinado a repetir y hacer repetir, reproducir y hacer reproducir: formas, normas y un contenido. Debe asistir a los alumnos en la lectura y la comprensión de los textos, ayudarlos en la interpretación y a comprender lo que de ellos se espera, a lo que deben responder en las diversas etapas del control y de la selección, desde el punto de vista de los contenidos o de la organización lógico–retórica de sus ejercicios (explicaciones de texto, redacciones o lecciones). Por lo tanto, debe convertirse ante los estudiantes en el representante de un sistema de reproducción (complejo sin duda, minado por una multiplicidad de antagonismos, relevado por micro–sistemas relativamente independientes, dejando siempre debido a su movimiento una especie de toma de derivación que sus representantes pueden, en ciertas condiciones, explotar y volver en contra del sistema, pero éste se jerarquiza a cada momento y tiende constantemente a reproducir esa jerarquía), o más bien en el experto que, pasando por conocer mejor la demanda a la cual tuvo que plegarse primero, la explica, la traduce, la repite y la re–presenta, pues, para los jóvenes aspirantes. Esta demanda es forzosamente la que domina en el sistema (llamemos eso por el momento, por comodidad, el poder, dando por entendido que no se trata sencillamente de lo que se entiende en general con esa palabra, sobre todo no simplemente el gobierno o la mayoría del momento), representado por el poder relativamente autónomo del cuerpo docente, que delega a su vez sus jurados de concurso o de tesis, sus comisiones o sus comités consultivos. El repetidor pasa por ser experto en la interpretación de esa demanda, no tiene que formular otra que no someta por tal o cual vía a la aprobación de dicho poder que puede o puede no, o no puede o no quiere poder o no quiere querer dejarla pasar. En todo caso, se trata siempre de la demanda del poder dominante que el experto se compromete por contrato a representar ante los aspirantes; los ayuda a satisfacerla, y esto a petición general de la cual no está excluida evidentemente la demanda del aspirante.

Al ser este campo, ciertamente, una multiplicidad de antagonismos siempre sobredeterminados, la correa de transmisión trabaja y atraviesa toda clase de resistencias, de contra–fuerzas, de movimientos de deriva o de contra–bando. El efecto más aparente de ello es entonces una serie de disociaciones en la práctica de los repetidores y de los aspirantes: se aplican reglas en las cuales ya no se cree en absoluto o ya no del todo, que se critica incluso por otra parte y a menudo violentamente. El aspirante pide al repetidor que lo inicie a un discurso cuya forma y contenido parecen a una o a ambas partes, caducos. Caducos por razones muy determinadas y bien conocidas por algunos, lo cual se juzgará más o menos grave según el caso, propias de una especie de lengua extranjera, viva o no. En el mejor de los casos, el repetidor y el aspirante intercambian guiños cómplices al mismo tiempo que recetas: qué hay que decir, qué no hay que decir, cómo hay qué o no hay qué decir, etcétera, dando por entendido que estamos de acuerdo para ya no suscribir a lo que se nos pide, a la filosofía o, digamos por comodidad, a la ideología implicada en el pedido, así como tampoco reconocemos la competencia de los que el poder designa para juzgarnos, según las modalidades y finalidades criticables. Que no se limite esa situación a los “ejercicios” y a la preparación explícita de los exámenes o concursos: es la de todo discurso que se pronuncia en la universidad, desde los más conformistas hasta los más subversivos, en la Escuela Normal como en cualquier otra parte. Al mismo tiempo, el repetidor y el aspirante se dividen, se disocian o se desdoblan. El aspirante sabe que muy a menudo debe presentar un discurso conforme al cual él no suscribe nada ni en cuanto a la forma ni en cuanto al contenido. El repetidor se pone en su papel profesional para corregir las redacciones y “reanudar” lecciones, dar consejos técnicos en nombre de un jurado y de cánones que para él están desprestigiados. Al igual que los aspirantes, juzga severamente, por ejemplo, algunos informes publicados por algún jurado; y cuando los unos o los otros llegan a dirigir sus protestas a los Inspectores generales o a los Presidentes de jurado, saben por experiencia que sencillamente se quedarán sin respuesta.

Y en su “seminario”, puesto que desde hace algunos años a los repetidores se les autoriza aquí a animar un seminario además y al lado de los ejercicios de repetición propiamente dichos, el repetidor reproduce la división: trata de ayudar a los “candidatos” y al mismo tiempo introduce, como en contrabando de trayecto largo, premisas que ya no pertenecen al espacio de la agrégation general, e incluso lo socavan más o menos solapadamente. Esta disociación está tan bien asumida o interiorizada por ambas partes que yo he podido, por mi parte, abstenerme, casi totalmente durante los ejercicios, aun parcialmente durante los seminarios, de implicar un trabajo que prosigo por otra parte y que se puede consultar eventualmente en publicaciones. Hago como si ese trabajo no existiera y sólo aquellos que me leen pueden reconstituir la trama que, naturalmente, aunque está disimulada, mantiene unidos los textos publicados y mi enseñanza. En principio, en el seminario todo debe comenzar en un punto cero ficticio de mi relación con el auditorio: como si todos fuésemos en cada momento “grandes principiantes”. Y deberemos volver a esos dos valores (repetición y “grandes principiantes”) para buscar en ellos una ley general del intercambio filosófico, ley general y permanente cuyos fenómenos habrán sido sin embargo, diferenciados, específicos e irreductibles en el curso de la historia. Esta ficción disociativa es bien asumida por ambas partes, con algunas astucias y rodeos; me ha ocurrido oírmelo decir, si quieren ustedes, por dos alumnos de la Escuela, antaño y no hace mucho, que cito no por la anécdota sino por el síntoma. Uno de ellos me dijo durante sus estudios: “Yo he decidido no leerlo para trabajar sin prevención y simplificar nuestras relaciones.” Y de hecho, parece que me leyó después de la agrégation, incluso me citó en algunas de sus publicaciones (por lo demás notables) lo cual le valió, según me dijo, algunos problemas con tal o cual comisión ante la cual aún se hallaba en situación de aspirante. El otro, después de haber terminado su escolaridad y una vez nombrado en el puesto de maestro adjunto en una universidad parisina, me dijo recientemente que prefería tal de mis publicaciones a tal otra y me preguntó si yo compartía su sentimiento; como yo manifestaba alguna reticencia y alguna impotencia para calificar mis propios ejercicios, concluyó disculpándose: “Sabe usted, lo que digo acerca de ellos, es sobre todo para mostrarle que ahora los leo”. Ahora, es decir ahora que ya no soy candidato a la agrégation, ahora que ya no corre peligro (eso es lo que él creía) de complicarse el espacio de repetición en el que usted, repetidor, debía reflexionar ante mí, para que yo reflexionara a mi vez, un código y un programa.

Por programa, no me refiero solamente a aquél que, de modo bastante arbitrario (y en todo caso según motivaciones que nunca se exponen, acerca de las cuales nadie puede pedir cuentas) fija y recorta, en la primavera de cada año, un sujeto (por ejemplo un presidente de jurado), a su vez sacado por una decisión ministerial del cuerpo docente del cual es miembro; esa elección escapa a la publicidad y a la iniciativa del propio cuerpo docente, a fortiori del cuerpo de los aspirantes, y lo oculto de la decisión ministerial se propaga en lo oculto de la cooptación. En todo caso, el lugar de esa ocultación se puede localizar claramente: es uno de los puntos en que un poder no filosófico y no pedagógico interviene para determinar quién (y lo que) determinará de manera decisiva y absolutamente autoritaria el programa, los mecanismos de filtración y de codificación de toda la enseñanza. Cuando se piensa en la estructura centralista y militar de la Educación Nacional francesa, vemos cuáles movimientos del ejército se desencadenan en la universidad y en las editoriales (aquí, los mecanismos de conexión son un poco más complejos pero más reducidos) por la menor vibración de programadora. A partir del momento en que detenta tal poder, del ministerio, sin ninguna consulta del cuerpo docente como tal, el jurado o en general el aparato de control (aun si es elegido, la mayoría de las veces no lo es más que en parte y toma en cuenta, de hecho, los resultados de concursos apreciados por un jurado nombrado) puede darse una representación teatral de su libertad o de su liberalismo. En realidad, experimenta, directamente o no, la coacción ideológica o política, el programa real del poder. Y, por tanto, tiende forzosamente a reproducirlo en lo esencial, reproduciendo sus condiciones de ejercicio y rechazando todo lo que se aparta de ese orden.

Con el nombre de programa no señalo, por lo tanto, tan sólo el que parece caer del cielo todos los años, sino una poderosa máquina de complejos engranajes. Comprende cadenas de tradición o de repetición cuyos funcionamientos no son propios de tal o cual configuración histórica o ideológica particular, y que se perpetúan desde los inicios de la sofística y de la filosofía. No solamente como una especie de estructura fundamental y continua que soportara fenómenos o episodios singulares. De hecho, cada configuración determinada vuelve a cercar, a informar a emplear en su totalidad esa máquina profunda, ese programa fundamental. Una de las dificultades del análisis se debe a que la desconstrucción no debe, no puede seleccionar entre cadenas largas o poco móviles y cadenas cortas y pronto caducadas, sino exhibir esa lógica extraña mediante la cual, al menos en filosofía, los poderes múltiples de la máquina más vieja pueden siempre volver a ser cercados y explotados en una situación inédita. Es una dificultad pero también es lo que vuelve posible una desconstrucción cuasi sistemática preservándola del asombro empirista. Y esos poderes no son solamente esquemas lógicos, retóricos, didácticos, ni siquiera esencialmente filosofemas sino también operadores socioculturales o institucionales, escenarios o trayectos de energía, conflictos de fuerza que utilizan toda ciase de representantes. Por tanto, naturalmente, cuando digo, según una fórmula trivial, que el poder controla el aparato de la enseñanza, no es ni para colocar al poder fuera del escenario pedagógico (se constituye en el interior como efecto de ese escenario mismo y cualquiera que sea la naturaleza política o ideológica del poder establecido en torno a él), ni para dar a pensar o a soñar una enseñanza sin poder, liberada de todo poder exterior o superior a ella o de sus propios efectos de poder. Esa sería una representación idealista o liberalista con la que se resigna eficazmente un cuerpo docente ciego al poder: aquél al cual está sometido, aquél del cual dispone en el lugar en que denuncia al poder.

Este es bastante retorcido: deshacerse de su propio poder no es lo más fácil para un cuerpo docente, y el hecho de que eso ya no dependa de una “iniciativa” o de un “gesto”, de una “acción” (por ejemplo, política en el sentido codificado de esa palabra), pertenece quizás a esa estructura del cuerpo docente que deseo descomponer aquí.

Por tanto, donde quiera que tiene lugar la enseñanza —y en la filosofía por excelencia— hay poderes, que representan fuerzas en lucha, fuerzas dominantes o dominadas, conflictos y contradicciones (lo que llamo efectos de différance) dentro de ese ámbito. Por eso es que un trabajo como el que emprendemos —he aquí una trivialidad que, como nos lo indica la experiencia, hay que recordar siempre—, implica por parte de todos aquellos que participan en él una definición de partido político, cualquiera que sea la complejidad de los relevos, de las alianzas y de los rodeos estratégicos (nuestro anteproyecto les dedica la mayor parte, pero sin embargo, habrá hecho huir a algunos “liberales”).

Por lo tanto, no podría haber un cuerpo docente o un cuerpo de enseñanza (educador/educando: ampliaremos la sintaxis de esa palabra, del cuerpo educando al cuerpo de los discípulos): homogéneo, idéntico a sí, suspendiendo en él las oposiciones que tendrían lugar afuera (por ejemplo las políticas), y defendiendo si llega el caso LA FILOSOFÍA EN GENERAL en contra de la agresión de lo no filosófico proveniente del exterior. Si hay, pues, una lucha en cuanto a la filosofía, no puede dejar de tener su lugar en el interior así como en el exterior de la “institución” filosófica. Y si hubiera algo amenazado que defender, eso también tendría lugar adentro y afuera, pues las fuerzas de afuera siempre tienen a sus aliados o representantes adentro. Y recíprocamente. Podría suceder que los “defensores” tradicionales de la filosofía, aquellos que nunca tienen la menor sospecha en cuanto a la “institución”, sean los agentes más activos de su descomposición, en el momento mismo en que se indignan ante los que claman contra la muerte–de–la–filosofía. Ninguna posibilidad queda excluida jamás en la combinatoria de las “alianzas objetivas” y a cada paso se cae en una trampa.



La defensa, el cuerpo, la repetición. La defensa de la enseñanza filosófica, el cuerpo docente (expuesto, lo veremos, como un simulacro de no–cuerpo reduciendo al no–cuerpo al cuerpo educando; o inversamente, lo que da lo mismo, cuerpo reduciendo otro cuerpo a no ser más que un cuerpo o un no–cuerpo, etcétera), la repetición: eso es lo que habría que reagrupar para mantenerlos juntos en su sistema y bajo observación si la tarea fuera aquí pensar con el conjunto y mantener bajo observación, es decir si aún se tuviera que enseñar.



¿Qué hay que? (cf. supra) (¿Qué le hace falta al aforismo para volverse docente? ¿Y si fuese a veces, el aforismo, la autoridad didáctica más violenta? ¿Como la elipsis, el fragmento, el “no digo casi nada y lo retiro en seguida” potencializando el dominio de todo el discurso retenido, inspeccionando de antemano todas las continuidades y todas las diligencias por venir?)



Una de las razones por las cuales insisto en la función de repetidor que aquí me ocupa, es que si bien la palabra parece hoy día reservada a la Escuela Normal, con ese aire retrasado o desusado que sienta tan bien a toda la nobleza que se respeta, la función sigue estando por doquier activa hoy día. Es una de las más reveladoras y de las más esenciales de la institución filosófica. A este respecto, leeré un largo párrafo del libro de Canivez, Jules Lagneau, profesor y filósofo, Ensayo sobre la condición del profesor de filosofía hasta finales del siglo XIX, uno de los dos o tres libros que yo sepa que en Francia tratan directamente ciertos problemas históricos de la institución filosófica. En él se trata un material indispensable: o sea que también se lee, se selecciona, se evalúa según el sistema de una filosofía, de una moral o de una ideología muy determinadas. Las estudiaremos aquí y trataremos de identificarlas no solamente en tal o cual profesión de fe declarada, sino en esas operaciones más ocultas, sutiles, aparentemente secundarias, que producen —o contribuyen poderosamente— el efecto tético de todo discurso; éste es por añadidura una tesis principal para el doctorado de Estado que milita por una especie de espiritualismo liberal, ecléctico por liberalismo, aun si sucede que condene el eclecticismo cousiniano. Pero sabemos que el eclecticismo no existe, al menos nunca como esa abertura que deja pasar todo. Su nombre lo indica, practica cada vez, abiertamente o no, filtración, selectividad, elección, elitismo y exclusión. El pasaje anunciado describe la enseñanza filosófica en el siglo XVIII, en Francia:



No hay que olvidar que la instrucción se acompañaba de una educación de inspiración religiosa. La práctica pedagógica siempre está atrasada con respecto a las costumbres, sin duda porque la enseñanza es más retrospectiva que prospectiva.


Interrumpo un momento mi lectura para un primer apartado. Si la “práctica pedagógica” “siempre está atrasada con respecto a las costumbres”, proposición que a este respecto descuida quizá cierta heterogeneidad de las relaciones pero que parece, globalmente, poco discutible, esta estructura retrasada de la enseñanza siempre puede ser interrogada como repetición. Esto no exenta de ningún otro análisis específico pero evidencia un invariante estructural de la enseñanza. Procede de la estructura semiótica de la enseñanza, de la interpretación prácticamente semiótica de la relación pedagógica: la enseñanza entrega signos, el cuerpo docente produce (muestra y emite) señales, para ser más preciso significantes que suponen el conocimiento de un significado previo. Referido así, el significante es estructuralmente secundario. Toda universidad coloca al lenguaje en esa posición de retraso o de derivación con respecto al sentido o a la verdad. Que ahora se coloque el significante o más bien el significante de los significantes —en posición trascendental con respecto al sistema—, eso no cambia nada al asunto: se reproduce aquí, dándole un segundo soplo, la estructura docente de un lenguaje y el retraso semiótico de una didáctica. El saber y el poder permanecen en el principio. El cuerpo docente, como organon de repetición, tiene la edad y la historia del signo, vive de la creencia (¿qué es entonces la creencia en este caso y desde esta situación?) en el significado trascendental, revive más y mejor que nunca con la autoridad del significante de los significantes, por ejemplo del falo trascendental. Eso es tanto como recordar que una historia crítica y una transformación práctica de la “filosofía” (se puede decir aquí de la institución de la institución) tendrá, entre sus tareas, el análisis práctico (o sea efectivamente descomponente) del concepto de enseñanza como proceso de significancia).

Después de este apartado, vuelvo a Canivez:



La práctica pedagógica siempre está atrasada en relación a las costumbres, sin duda porque la enseñanza es más bien retrospectiva que prospectiva. En una sociedad cada vez más laicizada, los colegios mantenían una tradición en la que el catolicismo aparecía como una verdad intocable. Esa es una pedagogía que conviene a una monarquía de derecho divino, como lo escribe Vial ( Tres siglos de enseñanza secundaria, 1936).


Interrumpo una vez más la cita. La observación de Canivez, y a fortiori el texto de Diderot que va a seguir, muestra a las claras que el campo histórico y político no podría ser en ningún momento homogéneo. Una multiplicidad irreductible de conflictos entre fuerzas dominadas/dominantes trabaja todo el campo pero también todo discurso sobre el mismo. Canivez toma partido (como Cousin) por el laicismo, observa también la contradicción entre una sociedad en vías de laicización y la práctica pedagógica que sobrevive en ella durante mucho tiempo. En esa misma época, Diderot entablaba con otros un combate que aún no termina; también recordaba el motivo político disimulado bajo lo religioso o confundido con él:



Rollin, el famoso Rollin no tiene más objetivo que hacer curas o monjes, poetas u oradores: ¡de eso se trata, efectivamente! ... Se trata de dar al soberano sujetos activos y fieles, al imperio, ciudadanos útiles; a la sociedad particulares instruidos honestos e incluso amables; a la familia buenos esposos y buenos padres; a la república de las letras unos cuantos hombres de buen gusto y a la religión ministros edificantes y apacibles. No es esto un pequeño objetivo... (Plan de una universidad para el gobierno de Rusia, 1775-1776.[iii])


En la época en que Diderot escribe esto, el cuerpo de los profesores de filosofía dista mucho de ser, sin distinción y de manera homogénea, la representación servil de un poder político–religioso a su vez obsesionado por contradicciones. Ya en el siglo XVII, en los archivos de las deliberaciones de la universidad de París, hallamos acusaciones en contra de la independencia de ciertos profesores, por ejemplo, contra aquellos que pretendían enseñar en francés (problema muy importante que consideraremos más adelante). En 1737, recuerda todavía Canivez, se les ordena a los profesores dictar sus cursos. Por le demás, esa era una regla que se recordaba más que se instauraba. Dictar era sinónimo de enseñar. “Un regente podía decir que había ‘dictado’ durante diez años en tal colegio.” El “dictado” del curso repetía un contenido fijo y controlado, pero no se confundía con la “repetición” en el sentido estrecho que determinaremos en un momento. Al llegar a un colegio, el profesor debía someter el programa de su enseñanza a la jerarquía. Semejante “prolusión” tomaba a veces la forma de esas “lecciones inaugurales” que aún conocemos. A menudo también, de ahí la ventaja de un dictado más controlable, debía someter la totalidad de sus cuadernos de cursos. “Se había pasado insensiblemente de la lectura, estudio de un texto y de su comentario, al curso dictado, a medida que el contacto con el texto se volvía más lejano. El curso había sido primero el resumen de la doctrina de Aristóteles o de un escolástico, acompañado de un compendio de su comentario, luego se había convertido en la clasificación de las opiniones medias relativas al contenido de las materias filosóficas explotado por la tradición. No es sino hasta el siglo XIX cuando los programas establecerán temas por aprender y ya no autores por estudiar.”

En efecto, nos tocará ver lo que sucede en el siglo XIX a este respecto, pero no imaginemos que el paso a los temas transforma radicalmente el escenario pedagógico o que la supresión del “dictado” acaba con todo dictado. El programa de los temas (por “aprender” dice justamente Canivez), la lista de los autores y demás mecanismos eficaces que trataremos de analizar, están allí para pulir y perfeccionar el dictado, volverlo más clandestino y, en su operación, su origen, sus poderes, más misterioso. Canivez prosigue: “En la antigua perspectiva, no les pasaba por la mente a los profesores y a sus superiores que los cuadernos pudieran ser obra personal más que por su arreglo. Se ponía mayor atención en sus errores, sus torpezas, las novedades que contenían, provenientes del ambiente de la época, que en su originalidad versátil. El profesor es el transmisor fiel de una tradición y no el obrero de una filosofía en proceso de elaboración. Los regentes se traspasaban con frecuencia cuadernos que ya habían sido utilizados por sus predecesores, o que habían redactado en sus primeros años de ejercicio, desdeñando ulteriormente las aportaciones recientes de la ciencia.”

Aquél que Canivez llama “El obrero de una filosofía en proceso de elaboración”, al margen o fuera de la institución vigente de la filosofía, se entrega ya a una crítica precisa, aguda, del poder docente. En el caso de Condillac. Precede e inspira gran parte de los proyectos críticos y pedagógicos de los Ideólogos bajo la Revolución y después de ella. Nos tocará examinar todos los equívocos. Pero ya el final de su curso de estudios sobre la historia moderna, condena sin apelación la universidad filosófica, oponiéndole la creación de las academias científicas y lamentando que las universidades no sigan su progreso:



“La manera de enseñar continúa bajo la influencia de siglos en que la ignorancia formó su plan: pues mucho dista que las universidades hayan seguido el progreso de las academias. Si bien la nueva filosofía comienza a introducirse en ellas, tiene muchas dificultades para establecerse; y además no se la deja entrar a menos que se ponga algunos andrajos de la escolástica. Se han creado para el adelanto de las ciencias, establecimientos a los que uno no puede más que aplaudir. Pero no se los hubiera creado sin duda, si las universidades hubieran sido capaces de cumplir ese cometido. Los vicios de los estudios parecen, pues, haber sido conocidos; sin embargo, no se les corrigió. No basta con crear buenos establecimientos: es necesario destruir los malos, o reformarlos siguiendo el plan de los buenos, o si es posible, uno mejor.”[iv]


La contradicción intra–institucional es tal, que la defensa del cuerpo docente (universitario) (defensa y cuerpo son palabras de Condillac, las subrayaré) no se efectúa contra “el–poder”, contra cierta fuerza en aquel entonces provisionalmente en el poder y ya desarticulada en su interior, sino contra otra institución en vías de formación o en vías de progreso, contra–establecimiento que representa otra fuerza con la cual “el–poder” debe contar y negociar, a saber las academias.

Por otra parte, el abad de Condillac, preceptor del príncipe de Parma al cual se dirige aquí, condena esa universidad, penetrada de contrabando por la “nueva filosofía”; la condena como cuerpo, y cuerpo que se defiende, cuerpo cuyos miembros están sometidos a la unidad del cuerpo. Y ve en las escuelas confiadas a órdenes religiosas el agravamiento de ese fenómeno de cuerpo dogmático.



No pretendo que la forma de enseñar sea tan viciosa como en el siglo XIII. Los escolásticos le han restado algunos defectos, pero insensiblemente y pese a ellos mismos. Entregados a su rutina, se aferran a lo que aún conservan; y con la misma pasión se aferraron a lo que han abandonado. Libraron combates por no perder: librarán otros para defender lo que no han perdido. No se dan cuenta del terreno que han tenido que abandonar: no prevén que se verán obligados a abandonar otros: y aquél que defiende pertinazmente el resto de los abusos que subsisten en las escuelas, habría defendido con la misma porfía cosas que condena hoy día, si le hubiera tocado vivir dos siglos antes.
Las universidades son viejas y tienen los defectos de la edad: quiero decir que están poco hechas para corregirse. ¿Se puede acaso suponer que los profesores renunciarán a lo que creen saber, para aprender lo que ignoran? ¿Confesarán acaso que sus lecciones no enseñan nada o que sólo enseñan cosas inútiles? No: pero como los alumnos, siguen yendo a la escuela para cumplir un deber. Si les da de que vivir, eso les basta; como también les basta a los discípulos, si consume el tiempo de su infancia y de su juventud. La consideración de que gozan las academias es un estímulo para ellas. Además los miembros, libres e independientes, no se han obligado a seguir ciegamente las máximas y prejuicios de su cuerpo. Si los ancianos sostienen antiguas opiniones, los jóvenes tienen la ambición de pensar mejor; y son siempre ellos los que llevan a cabo en las academias las revoluciones más ventajosas para el progreso de las ciencias. Las universidades han perdido mucho de su consideración, la emulación se pierde todos los días. Un profesor meritorio, se asquea cuando se ve confundido con pedantes que el público desprecia, y cuando se da cuenta de lo que habría que hacer para distinguirse, juzga imprudente intentarlo. No se atrevería a cambiar por completo todo el plan de estudios, y si quiere aventurar sólo algunos cambios menores, se ve obligado a tomar las mayores precauciones. Si las universidades tienen estos defectos, ¿qué será de las escuelas confiadas a órdenes religiosas, o sea a cuerpos que tienen una manera de pensar a la que todos los miembros están obligados a someterse?[v]


No cité este largo texto para jugar con su actualidad; ni tan sólo para tomar nota de todas las líneas de separación que siempre, y siempre de modo específico, dividen un ámbito de lucha incesante en cuanto a la institución filosófica. Pero también para anticipar un poco. Condillac se opone a una institución a partir de otra institución, de otro lugar institucional (las academias), y lo hace en nombre de una filosofía que inspirará masivamente los proyectos pedagógico–filosóficos de la Revolución y de la posrevolución (el episodio propiamente revolucionario, lo veremos reducirse a casi nada). Se tratará, pues, de un planteamiento central, visible o disimulado, de toda la historia político–pedagógica desde el siglo XIX hasta nuestros días. Pronto emprenderemos directamente su análisis. De aspecto revolucionario o progresista para cierto cuerpo docente, el discurso de Condillac representa ya otro cuerpo docente en formación, una ideología (ideológica) a punto de convertirse en como se dice dominante, prometida a su vez a reveses ambiguos, a toda una historia compleja y diferenciada, desempeñando a la vez el papel de freno y de motor para la crítica filosófica. En sus líneas más formales, este esquema también es actual.

Para no retener hoy día más que un signo de esta ambigüedad, no olvidemos que esta crítica, a la vez que sostiene el progreso de las academias modernas, pertenece a la relación pedagógica de un preceptor con un príncipe. Y, rasgo más duradero, reproduce un ideal de autopedagogía para un cuerpo virgen, ideal que sostiene una poderosa tradición pedagógica y halla su forma ideal, precisamente, en la enseñanza de la filosofía: figura del hombre joven que, a una edad muy determinada, cuando ya está totalmente formado, y no obstante virgen todavía, se enseña a sí mismo, naturalmente, la filosofía. El cuerpo del maestro (profesor, intercesor, preceptor, partero, repetidor) sólo está allí durante el tiempo de su propia desaparición, siempre retirándose, cuerpo de un mediador simulando su desaparición en la relación consigo mismo del príncipe, o en provecho de otro cuerpo esencial del cual se hablará más tarde.



A vos, Monseñor, os toca en adelante instruiros solo. Ya os he preparado para ello y aun acostumbrado. Ha llegado la hora en que se decidirá lo que vos seréis algún día: pues la mejor educación no es la que debemos a nuestros preceptores; es la que nos damos a nosotros mismos. Os imagináis quizá haber terminado; pero soy yo, Monseñor, quien he terminado: y vos tenéis que volver a empezar.


El repetidor se esfuma, repite su esfumación, lo señala fingiendo dejar al discípulo príncipe —que debe volver a empezar a su vez—, reengendrar espontáneamente el ciclo de la paideia, dejarlo más bien engendrarse principalmente como auto-enciclopedia.

Detrás de la “repetición” en el sentido estrecho, aquella que considera por ejemplo Canivez, siempre hay una escena de repetición análoga a la que quise indicar de esa referencia a Condillac. Canivez lamenta que la repetición y el repetidor falten cada vez más en la enseñanza actual. Durante un análisis histórico, de aspecto descriptivo y neutro, añade, como de paso, una apreciación personal que, junto con tantas otras observaciones de este tipo, constituye el sistema ético–político–pedagógico de la tesis. “Al ejercicio fundamental que es el curso se añadía en primer lugar la repetición. Se evitaba el estudio solitario; el profesor, el repetidor o un buen alumno, el decurión, revisaba el curso con el auditor, corregía sus errores, le explicaba los pasajes difíciles. Era el momento de un intercambio personal entre ellos y particularmente fructuoso cuando su virtud se salvaguardaba y no se tornaba en un aprendizaje de memoria o a una interrogación disciplinaria. Es uno de los ejercicios que más faltan en la enseñanza actual.” Y después del examen de una disertación de la universidad de Douai (1750), he aquí, en el muy conocido estilo de los informes: “Los ejercicios de los bachilleres de nuestros tiempos no son mejores; tan sólo son más vagos y menos estructurados.”

El repetidor o la repetición en el sentido estrecho tan sólo vienen a representar y determinar una repetición general que abarca todo el sistema. El curso, el “ejercicio fundamental”, ya es una repetición, el dictado de un texto dado o recibido, etcétera. Ya está repetido siempre por un profesor ante jóvenes de una edad determinada (preciso aquí que esta cuestión de la edad, que me parece captar en ella todas las determinaciones, digamos para ir de prisa, psicoanalíticas y políticas de la enseñanza filosófica, me servirá constantemente de hilo conductor durante las próximas sesiones), por un profesor, hombre, esto es obvio, soltero de preferencia. La regla del celibato eclesiástico, otro indicio de la escena sexual que nos interesará, se había mantenido, más o menos apremiante, a pesar de la secularización de la cultura y como saben ustedes había sido restablecida por Napoleón.



“No habrá Estado político, fijo, si no hay un cuerpo docente con principios fijos. (...) Habría un cuerpo docente, si todos los directores, censores y profesores del Imperio tuviesen uno o varios jefes, como los jesuitas tenían un general, unos provinciales; (...) Si se juzgare que fuese importante que los funcionarios y profesores de liceo no estuviesen casados, se podría llegar a ese estado de cosas fácilmente y en poco tiempo (...), el modo de obviar todos los inconvenientes sería hacer una ley del celibato para todos los miembros del cuerpo docente, salvo para los profesores de las escuelas especiales y de los liceos y para los inspectores. El matrimonio en esos puestos no presenta ningún inconveniente. Pero los directores y maestros de estudio de los colegios no podrían casarse sin renunciar a su plaza. (...) Sin estar vinculado por votos, el cuerpo docente sería igual de religioso.” (Instrucciones a Fourcroy.)


Esta repetición general (así representada por el maestro de estudio o el cuerpo más avanzado de un ex alumno), la volveremos a encontrar en el espíritu que define la función que me ocupa aquí, en este lugar que no es indiferente. El agrégé repetidor fue en primer lugar, sigue siéndolo ahora en ciertos aspectos, un alumno que se quedó en la Escuela después del examen de oposición para ayudar a los demás alumnos, haciéndoles repetir, a preparar los exámenes y concursos, por ejercicios, consejos, una especie de asistencia; asiste a la vez a los profesores y a los alumnos. En este sentido, enteramente absorto en su función de mediador dentro de la repetición general, también es el que instruye por excelencia. Como en los colegios de jesuitas, es en principio un buen alumno que ha dado prueba de sus aptitudes y que se queda, con la condición de ser soltero, interno de la Escuela durante unos cuantos años, tres o cuatro a lo sumo, comenzando a preparar su propia habilitación (su tesis) para tener acceso al cuerpo superior de la enseñanza. Esta era, muy estrictamente la definición del agrégé–repetidor cuando yo mismo era alumno de esta casa. Esta definición no ha caducado del todo. Sin embargo, una complicación la afectó un poco, cuando hace unos quince años, el compromiso entre dos necesidades antagonistas creo en Francia el cuerpo de los maestros adjuntos: funcionarios con cierta seguridad (con ciertas condiciones) de su estabilidad en la enseñanza superior pero sin título ni poder magisterial. Promovidos con bastante regularidad al rango de maestros–adjuntos, los agrégés–repetidores tienden a sedentarizarse en la Escuela, se les autoriza a dar cursos y a animar un seminario siempre que sigan asumiendo los cargos del agrégé–repetidor. Ya no viven forzosamente en la escuela, se casan con más frecuencia, lo cual, asociado a otras transformaciones, cambia la naturaleza de su relación con los alumnos.

No es nada fortuito, esto es a lo que quería llegar con ese indicio, el hecho de que la crítica de la institución universitaria sea muy a menudo (todo esto no tiene más que valor estadístico, tendencial, típico) la iniciativa de maestros–adjuntos, o sea de sujetos que, bloqueados o subordinados por el aparato, ya no tienen simplemente interés en conservarlo, como los profesores del más alto rango, ni inseguridad o represalias masivas que temer, distintos en ello a los adjuntos que son dependientes y solicitantes puesto que pueden perder su puesto en cualquier momento. El esquema es por lo menos análogo en la enseñanza secundaria (un cuerpo superior de titulares, un cuerpo inferior de titulares y un cuerpo de no titulares). El maestro–adjunto traduce una contradicción y una brecha del sistema. En lugares así es donde un frente tiene siempre las mayores oportunidades de instalarse. Y en el análisis que el GREPH debería proseguir incesantemente en cuanto a su propia posibilidad o su propia necesidad, en cuanto a sus límites también, tendrá que tomar en cuenta entre otras cosas, esas leyes y esos tipos. Quería tan sólo anunciarlo con un indicio.



Aquí no es, pues, un lugar neutral e indiferente.



Además de lo que acabo de recordar, este lugar se transforma y se disloca. El hecho de que la mayoría de ustedes no pertenezca a la Escuela Normal Superior e incluso, si no me equivoco, se considere bastante poco apegada a ella (conformémonos con este eufemismo), constituye un primer signo, visible aquí, pues, en una sala de cine o de teatro apenas transformada en salón de seminario, aquí, en la Escuela Normal Superior que se transforma resistiendo a su propia transformación, aquí en el lugar en que yo, este cuerpo docente que llamo mío, — topos muy determinado en el cuerpo que se supone enseña la filosofía en Francia, hoy día, yo enseño.



En una especie de contrabando entre la agrégation y el GREPH.



Digo que sólo voy a hacer propuestas siempre sometidas a la discusión, que voy a plantear preguntas, por ejemplo esta que, aparentemente por mi propia iniciativa, puse hoy en el programa, a saber: “¿Qué es un cuerpo docente?”

Naturalmente, todo el mundo puede interrumpirme, hacer sus “propias” preguntas, desplazar o anular las mías, lo pido incluso con una sinceridad poco fingida. Pero todo parece organizado para que yo conserve la iniciativa que tomé o que me hice otorgar, que no pude tomar más que plegándome a mi vez a cierto número de exigencias normativas complejas y sistemáticas de un cuerpo docente autorizado, por la representación estatal, a otorgar el derecho y los medios de esa iniciativa. En realidad el contrato al cual me refiero es aún más complicado, pero también estipula que me dé prisa.

Cuando digo que planteo preguntas, finjo no decir nada que sea una tesis. Finjo plantear algo que en el fondo no se plantearía. Como la pregunta no es una tesis —eso es lo que se cree— no plantearía, no impondría, no supondría nada. Esta supuesta neutralidad, la apariencia no tética de una pregunta que se plantea sin ni siquiera parecer plantearse, eso es lo que construye el cuerpo docente.

Como se sabe, no hay pregunta (la más escueta, la más formal, la forma interrogante misma: ¿qué es? ¿Quién? ¿Qué? etcétera: reconoceremos en ello la próxima vez el recurso de los recursos para la implantación y para la contra–implantación institucional) que no esté obligada por un programa, informada por un sistema de fuerzas, cercada por una batería de formas determinantes, seleccionantes, acribillantes. La pregunta siempre está planteada (determinada) por alguien que, en un momento dado, en una lengua, en un lugar, etcétera, representa un programa y una estrategia (por definición inaccesible a un control individual y consciente, representable).

Cada vez que la enseñanza de la filosofía está “amenazada” en este país, sus “defensores” tradicionales advierten, para convencer o disuadir tranquilizando: cuidado, van ustedes a atacar la posibilidad de un enjuiciamiento limpio, libre, neutral, objetivo, etcétera. Argumento sin fuerza ni pertinencia que, no nos sorprendamos de ello, jamás ha tranquilizado, jamás ha convencido, jamás ha disuadido.



Heme aquí, yo soy el cuerpo docente.

Yo —¿pero quién?— represento un cuerpo docente, aquí, en mi lugar, que no es indiferente.

¿En qué es un cuerpo glorioso?

Mi cuerpo es glorioso, concentra toda la luz. En primer lugar la del proyector que está encima mío. Además irradia y atrae hacia él todas las miradas. Pero también es glorioso en tanto que ya no es simplemente un cuerpo. Se sublima en la representación de otro cuerpo, al menos, el cuerpo docente del cual debería ser a la vez una parte y el todo, un miembro que permite ver el ensamblado del cuerpo; que a su vez se produce esfumándose como la representación apenas visible, transparente, del corpus filosófico y del corpus sociopolítico, sin jamás exhibir el contrato entre esos cuerpos en el escenario.

De esta esfumación gloriosa, de la gloria de esta esfumación se obtiene una ganancia, siempre, de la cual queda por saber por qué, por quién, con miras a qué. La cuenta siempre es más difícil de lo que se cree, dado el carácter errático de cierto remanente. Y lo mismo sucede con todas las ganancias suplementarias obtenidas de la articulación misma de esos cálculos, por ejemplo aquí, hoy día, por quien dice: “Yo —¿pero quién?— represento un cuerpo docente.”



Su cuerpo se vuelve docente cuando, lugar de convergencia y de fascinación, se vuelve más que un centro.

Más que un centro: un centro, un cuerpo en el centro de un espacio se expone por todos los lados, pone al desnudo su espalda, se deja ver por aquel a quien él hoy no ve. En cambio, la excentricidad del cuerpo docente, en la topología tradicional, permite simultáneamente la vigilancia sinóptica que abarca con su mirada el ámbito del cuerpo enseñado —del cual cada parte es tomada en la masa y siempre rodeada— y el retiro, la reserva del cuerpo que no se entrega, ofreciéndose tan sólo de un lado a la mirada que sin embargo, moviliza por toda su superficie. Esto es bien conocido, no insistamos. El cuerpo no se vuelve docente y no ejerce lo que se llamará, con riesgo de complicar las cosas más tarde, su dominio y su magistralidad, más que jugando con una esfumación estratificada: delante (o detrás) del cuerpo docente global, delante (o detrás) del corpus enseñado (aquí en el sentido de corpus filosófico), delante (o detrás) del cuerpo sociopolítico.

Y no comprendemos primero lo que es un cuerpo para luego saber lo que pasa con sus esfumaciones, sumisiones y neutralizaciones con efectos de dominio: lo que un filósofo aún llamaría el ser o la esencia del cuerpo llamado “propio” (respuesta a la pregunta “¿qué es un cuerpo?”) llegará quizás a sí mismo (o sea a otra cosa) desde esa economía de la esfumación.

Esa captación por esfumación, esa neutralización fascinante tiene cada vez la forma de una cadaverización de mi cuerpo. Mi cuerpo sólo fascina cuando juega al muerto, en el momento en que al hacerse el muerto, adquiere la rigidez del cadáver: tenso pero sin fuerza propia. Sin disponer de su vida sino tan sólo de una delegación de vida.

A semejante escena de seducción cadaverizante, no la nombro simulacro de esfumación en virtud de una equivalencia vaga de la negatividad de la muerte con la de una eliminación de escritura. La esfumación, aquí, es efectivamente, por una parte, la erosión de un texto, de una superficie y de sus marcas textuales. Esta erosión es el efecto de una represión y de una inhibición, de una agitación reactiva. Lo filosófico como tal siempre procede a ello. Por otra parte y al mismo tiempo, la esfumación hace desaparecer, por aniquilación sublime, los rasgos determinados de un facies, y de todo lo que en el rostro no se reduce a vocablo y a lo audible.

Por lo tanto, todas las retóricas de esa esfumación cadaverisante son relaciones de cuerpo a cuerpo.

Los efectos de cuerpo de los cuales juego yo —pero entiéndase bien que cuando yo digo yo, ya no saben ustedes quién habla y a qué remite yo, si hay o no firma de docente, puesto que también pretendo describir en términos de esencia la operación del cuerpo anónimo en tránsito docente— fingen suponer o hacen creer que mi cuerpo no tiene nada que ver: no existiría, no estaría allí más que para representar, significar, enseñar, entregar los signos de otros dos cuerpos por lo menos. Los cuales [...].





APÉNDICE



El Groupe de Recherches sur l’Enseignement Philosophique, GREPH (Grupo de Investigaciones sobre la Enseñanza Filosófica), se constituyó durante una primera asamblea general el 15 de enero de 1975. Desde el año anterior, se habían llevado a cabo reuniones preparatorias. Durante la sesión del 16 de abril de 1974, un grupo de unos treinta profesores y estudiantes habían adoptado por unanimidad el Anteproyecto siguiente. Este documento, a propósito abierto al más amplio consenso, acompañó la invitación a la primera asamblea constituyente, invitación dirigida al mayor número de alumnos, maestros de secundaria y de universidad, estudiantes (disciplina filosófica o no filosófica, en París y en provincias).



ANTEPROYECTO
PARA LA CONSTITUCIÓN DE UN GRUPO DE INVESTIGACIONES SOBRE LA ENSEÑANZA FILOSÓFICA



De los trabajos preliminares que lo han evidenciado, hoy día resulta posible y necesario organizar un conjunto de investigaciones sobre lo que relaciona la filosofía con su enseñanza. Estas investigaciones, que deberían tener un alcance crítico y práctico, intentarían, en una primera fase, responder a ciertas preguntas. Esas preguntas las definimos aquí, a título de adelanto aproximativo por referencia a nociones comunes sometidas a la discusión. El GREPH sería, por lo menos, un lugar que volvería posible la organización coherente, duradera y pertinente de semejante discusión.

1. ¿Cuál es el vínculo de la filosofía con la enseñanza en general?

¿Qué es enseñar en general? ¿Qué es enseñar para la filosofía? ¿Qué es enseñar la filosofía? ¿En qué la enseñanza (categoría que hay que analizar en la red de lo pedagógico, lo didáctico, lo doctrinal, lo disciplinario, etcétera) sería esencial para la operación filosófica? ¿Cómo se constituyó y diferenció esta indisociabilidad esencial de lo didáctico–filosófico? ¿Es acaso posible, y con qué condiciones, proponer una historia general, crítica y transformadora?

Estas preguntas son de una gran generalidad teórica. Requieren evidentemente ser elaboradas. Ese sería precisamente el primer trabajo del GREPH. En la abertura de esas preguntas, sería posible —digámoslo solamente por ejemplo y a título muy vagamente indicativo— estudiar tanto

a) modelos de operaciones didácticas legibles, con su retórica, su lógica, su psicología, etcétera, dentro de discursos escritos (desde los Diálogos de Platón, por ejemplo, las Meditaciones de Descartes, la Ética de Spinoza, La Enciclopedia o Las Lecciones de Hegel, etcétera, hasta todas las obras llamadas filosóficas de la modernidad), como

b) prácticas pedagógicas administradas según reglas en lugares fijos, en establecimientos privados o públicos desde la Sofística, por ejemplo, la quaestio y la disputatio de la Escolástica, etcétera, hasta los cursos y demás actividades pedagógicas instituidas hoy día en los colegios, liceos, escuelas, universidades, etcétera. ¿Cuáles son las formas y las normas de esas prácticas? ¿Cuáles son sus efectos buscados y los efectos obtenidos? Aquí se estudiaría, por ejemplo: el “diálogo”, la mayéutica, la relación maestro/discípulo, la pregunta, la interrogación, la prueba, el examen, el concurso, la inspección, la publicación, los marcos y los programas del discurso, la disertación, la exposición, la lección, la tesis, los procedimientos de la verificación y del control, la repetición, etcétera.

Esos diferentes tipos de problemáticas deberían articularse conjuntamente del modo más riguroso posible.

2. ¿Cómo se inscribe la didáctica–filosófica en los ámbitos llamados pulsional, histórico, político, social, económico?

¿Cómo se inscribe en ellos, o sea cómo opera y se representa ella misma su inscripción y cómo está inscrita en su representación misma? ¿Cuál es la “lógica general” y cuáles son los modos específicos de esa inscripción? ¿de su normatividad normalizante y de su normatividad normalizada? Por ejemplo, la Academia, el Liceo, la Sorbona, los preceptorados de toda clase, las universidades o escuelas reales, imperiales o republicanas de los tiempos modernos prescriben, según vías determinadas y diferenciadas, al mismo tiempo que una pedagogía indisociable de una filosofía, un sistema moral y político que forma a la vez el objeto y la estructura en acto de la pedagogía. ¿Qué pasa con ese efecto pedagógico? ¿Cómo de–limitarlo teórica y prácticamente?

Una vez más, estas preguntas indicativas son demasiado generales. Están sobre todo formuladas, a propósito, según representaciones corrientes y, por lo tanto, requieren ser precisadas, diferenciadas, criticadas, transformadas. En efecto, podrían dejar creer que se trata esencialmente, incluso únicamente, de construir una especie de “teoría crítica de la doctrinalidad o de la disciplina filosófica”, o de reproducir el debate tradicional que la filosofía ha abierto regularmente acerca de su “crisis”. Esta “reproducción” será también uno de los objetos del trabajo. De hecho, el GREPH debería participar en la analítica transformadora de una situación “presente”, interrogándose en ella, analizándose en ella y desplazándose desde lo que, en esa “situación”, lo vuelve posible y necesario. Por tanto, las preguntas precedentes deberían trabajarse sin cesar a partir de esas motivaciones prácticas. Así, sin excluir nunca el alcance de esos problemas fuera de Francia, se insistiría primero masivamente en las condiciones de la enseñanza filosófica “aquí–ahora”, en la Francia de hoy día. Y en su urgencia concreta, en la violencia más o menos disimulada de sus contradicciones, el “aquí–ahora” no sería ya simplemente un objeto filosófico. Esto no es una restricción del programa, sino la condición de un trabajo del GREPH en su propio ámbito práctico y con respecto a las siguientes preguntas:

1. ¿Cuáles son las condiciones históricas pasadas y presentes de este sistema de enseñanza? ¿Qué ocurre con su poder? ¿Qué fuerzas se lo dan? ¿Qué fuerzas lo limitan? ¿Qué ocurre con su legislación, con su código jurídico y con su código tradicional? ¿Con sus normas exteriores e interiores? ¿Con su ámbito social y político? ¿Con su relación con otras enseñanzas (histórica, literaria, estética, religiosa, científica por ejemplo), con otras prácticas discursivas institucionalizadas (el psicoanálisis en general, el psicoanálisis llamado didáctico en particular —por ejemplo—, etcétera)? ¿Cuál es, desde esos diferentes puntos de vista, la especificidad de la operación didáctica–filosófica? Se puede acaso producir, analizar, poner a prueba leyes sobre objetos tales como —una vez más no son más que indicaciones empíricamente acumuladas— por ejemplo: el papel de los Ideólogos o de un Víctor Cousin, de su filosofía o de sus intervenciones políticas en la universidad francesa, la constitución de la clase de filosofía, la evolución de la figura del profesor–de–filosofía desde el siglo XIX, en el liceo, en la clase que prepara a la Escuela Normal Superior, en las escuelas normales, en la universidad, en el Colegio de Francia; el lugar del discípulo, del alumno, del candidato; la historia y el funcionamiento:

a) de los programas de exámenes y de concursos, de la forma de sus pruebas (los autores presentes y los autores excluidos, la organización de los títulos, temas y problemas, etcétera);

b) de los jurados, de la inspección general, de los comités consultivos, etcétera;

c) de las formas y normas de apreciación o de sanción (las calificaciones, la clasificación, la anotación, los informes de concurso, de examen, de tesis, etcétera);

d) de los organismos llamados de investigación (CNRS, Fundación Thiers, etcétera);

e) de los instrumentos de trabajo (bibliotecas, textos escogidos, manuales de historia de la filosofía o de filosofía general (sus relaciones con el sector comercial de la edición por una parte, con las instancias responsables de la instrucción pública o de la educación nacional por otra);

f) de los lugares de trabajo (estructura topológica de la clase, del seminario, de la sala de conferencias, etcétera);

g) del reclutamiento de los profesores y de su jerarquía profesional (el origen social y las posturas políticas de los alumnos, de los estudiantes, de los profesores, etcétera).

2. ¿Qué es lo que está en juego en las luchas dentro y en torno a la enseñanza filosófica, hoy día, en Francia?

El análisis de ese ámbito conflictual implica una interpretación de la filosofía en general y, por consiguiente, definiciones. Exige, por lo tanto, acciones.

El GREPH podría ser, por lo menos en una primera fase, el lugar definido y organizado en que:

a) esas definiciones se declararían y se debatirían a partir de un trabajo real de información y de crítica;

b) esas acciones se emprenderían y explicarían según modalidades que serían determinadas por los que participen en la investigación.

Resultarán necesarios divergencias o conflictos dentro del GREPH. Por tanto, la regla que parecería imponerse en un principio es la siguiente:

Que las definiciones y eventualmente los desacuerdos puedan formularse libremente y que las decisiones se tomen según modalidades que decidirá la mayoría de los que participan efectivamente en el trabajo. Este contrato sería una condición mínima de existencia. En la medida por lo menos en que el objeto de este trabajo no puede localizarse más que en el espacio filosófico y universitario, hay que admitir que la práctica del grupo, en esa medida al menos, sigue competiendo a la crítica filosófica. Excluye, por consiguiente, en esa medida los dogmatismos y los confusionismos, el oscurantismo y el conservadurismo en sus dos formas cómplices y complementarias: la habladuría académica y el verbalismo anti–universitario. En esta medida, por cierto, pero tan sólo en esta medida, el GREPH procede, para delimitarlo, a partir de cierta interioridad de la universidad filosofica. No puede ni quiere negarlo, viendo en ello por el contrario una condición de eficacia y de pertinencia.

¿Cómo organizará el GREPH su trabajo? He aquí algunas propuestas iniciales, también sometidas a la discusión y a la transformación.

Desde la reapertura del año universitario 1974–1975 y regularmente después, se llevarán a cabo debates generales para preparar, luego para discutir y desarrollar los trabajos por venir o los trabajos en curso. Se constituirán grupos especializados, más o menos numerosos al principio. Esto no excluye en absoluto la participación individual de investigadores aislados.

Desde ahora, el GREPH solicita a todos aquellos, en particular a los alumnos, profesores y estudiantes de filosofía que quisieran participar en estas investigaciones (o simplemente mantenerse al tanto de ellas), darse a conocer y definir sus proyectos, sus proposiciones o contra–proposiciones.

Un secretario se esforzará por asegurar un trabajo de coordinación y de información. Sería deseable, en particular, que el GREPH mantenga relaciones regulares y organizadas con todos aquellos, individuos o grupos que, en los liceos, las escuelas normales o las universidades, en las organizaciones profesionales, sindicales o políticas, se sientan vinculados a estos proyectos.

Todos los trabajos y todas las intervenciones del GREPH se difundirán: por lo menos en una primera fase, entre todos los participantes y todos aquellos que lo soliciten, luego, por lo menos parcialmente y según modalidades por prever, por vía de publicación (colectiva o individual, firmada o sin firma).

Por esta razón, es deseable que, cualquiera que sea el objeto (investigación elaborada, documentación global o fragmentaria, información bibliográfica o factual, preguntas, críticas, propuestas diversas), las comunicaciones dentro del GREPH tomen, cuando sea posible, una forma escrita (de preferencia mecanografiada) y fácilmente reproducible. Pueden dirigirse desde ahora (en espera de la elección de un secretariado al reiniciarse las clases) al secretariado provisional del GREPH, c/o J. Derrida, 45 rué d’Ulm, 75005 París.

(Este anteproyecto fue aprobado por unanimidad durante la sesión preparatoria del 16 de abril de 1974).



Durante la primera asamblea general, el GREPH definió sus modos de funcionamiento (estatutos). He aquí algunos extractos:



MODOS DE FUNCIONAMIENTO DEL GREPH (estatutos)

El GREPH, constituido el 15 de enero de 1975, se da por objetivo organizar un conjunto de investigaciones acerca de las relaciones que existen entre la filosofía y su enseñanza. Con el fin de suprimir cualquier ambigüedad, precisamos que:

—No pensamos que la reflexión acerca de la enseñanza de la filosofía sea separable del análisis de las condiciones y de las funciones históricas y políticas del sistema de enseñanza en general.

—Puesto que no existen investigaciones teóricas que no tengan implicaciones prácticas y políticas, el GREPH también será un lugar en que las posturas frente a la institución universitaria serán debatidas y se emprenderán acciones a partir de un trabajo real de información y de crítica,

—En la medida al menos en que el objetivo de nuestro trabajo no puede localizarse más que en el interior de la institución universitaria, hay que admitir que la práctica del grupo compete todavía a la critica filosófica y que el GREPH se instituye a partir del interior de la universidad filosófica. Pero este punto de partida y esta localización inmediata no pueden ni deben limitar el ámbito teórico y práctico del GREPH.

Surgirán forzosamente divergencias o conflictos. El GREPH parece tener que imponerse como regla que las posturas y los desacuerdos puedan formularse claramente y que las decisiones se tomen según modalidades que decidirá la mayoría de sus miembros.

Proponemos como base de adhesión al GREPH el reconocimiento de las orientaciones mínimas definidas así y de la estructura de funcionamiento propuesta más adelante.

Desde un punto de vista practico, se reconocerá como miembro del GREPH a toda persona que se dé a conocer llenando una solicitud escrita de suscripción al boletín interior del GREPH y que haya recibido confirmación del registro de dicha solicitud.[vi]

A partir de esta fecha, el GREPH constituye grupos de trabajo y de acción, en París y en provincias, define posiciones y entabla luchas coordinadas. Todas las informaciones disponibles a este respecto se recopilan en un boletín interior dirigido a quien haga la solicitud al secretariado. Hasta el mes de octubre de 1975, fecha en la que se propondrán nuevos estatutos[vii] con miras a una mayor y más efectiva descentralización (creación de grupos autónomos y confederados en donde sea posible, definición de una nueva fase de trabajo y de lucha, etcétera), las solicitudes de información o las adhesiones deberán dirigirse, así como toda correspondencia, a la dirección provisional del secretariado, 45, rué d’Ulm, 75005 París.[viii]





[i] [Jacques Derrida, Positions, Paris, Minuit 1972, p. 90].

[ii] Agrégé: persona autorizada después de un concurso, a enseñar en un liceo o en una facultad en Francia. [T]

[iii] [Denis Diderot, Œuvres complètes, édition chronologique, tome XI, Paris, Société encyclopédique française et le Club français du livre, 1971, p. 747].

[iv] [Cours d’études pour l’instruction du prince de Parme, VI. Extraits du cours d'histoire. Texte établi par Georges Le Roy. Corpus général des philosophes français, Auteurs modernes, tome XXXIII, Paris, PUF, 1948,

p. 235].

[v] [Ibid., p. 235-236. Nosotros subrayamos].

[vi] En caso de que la suscripción al boletín del GREPH sea solicitada por una colectividad, se podrá pedir a esa colectividad la lista de sus miembros que desean afiliarse al GREPH.

[vii] Los nuevos estatutos fueron votados desde entonces.

[viii] Un año después de publicadas estas Políticas de la filosofía, el GREPH publicó Qui a peur de la philosopbie? (París, 1977) donde, además de su anteproyecto, la descripción de su funcionamiento y su exposición de motivos, se incluyen trabajos sobre “la edad de la filosofía”, “la filosofía desclasada”, “la carga del discípulo” y los trayectos propiamente dichos del GREPH. [Ed.]